Podemos empezar con Jesús. Ciertamente él tenía verdadera fe y, aun así,
justo en los momentos antes de su muerte clamó con temor y duda. Su
grito de angustia “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”
procedió de una genuina angustia que no era expresada -como a veces
atribuimos piadosamente- para lograr un efecto divino, no significado de
hecho, sino algo para que lo oyéramos nosotros. Momentos antes de que
muriera, Jesús sufrió verdadero temor y verdadera duda. ¿Dónde estaba su
fe? Bueno, eso depende de cómo entendamos la fe y la modalidad
específica que pueda lamentarse en nuestro morir.
En su famoso estudio de las etapas de la muerte, Elizabeth Kubler-Ross, sugiere que hay cinco etapas que experimentamos en el proceso del morir: Negación, ira, negociación, depresión, aceptación. Nuestra primera respuesta al recibir un diagnóstico terminal es la negativa: ¡No me está sucediendo esto! Luego, cuando tenemos que aceptar que está sucediendo, nuestra reacción es la ira: ¡Por qué a mí! Al fin, la ira da paso a la negociación: ¿Cuánto tiempo puedo aún dilatar esto? A esto sigue la depresión y, finalmente, cuando ya nada nos sirve, se da la aceptación: Voy a morir. Todo esto es muy cierto.
Pero en un libro profundamente perspicaz, La gracia al morir, Kathleen Dowling Singh, basando sus percepciones sobre la experiencia de sentarse al lado de la cama de muchos moribundos, sugiere que hay etapas adicionales: Duda, resignación y éxtasis. Esas etapas ayudan a proyectar luz sobre cómo se enfrentó Jesús a su muerte.
La noche antes de morir, en Getsemaní, Jesús aceptó su muerte, claramente. Pero esa aceptación no fue aún plena resignación. Eso sólo tuvo lugar el siguiente día en la cruz, en una rendición final cuando, como relata el Evangelio, inclinó la cabeza y entregó su espíritu. Y justo antes de eso, experimentó un espantoso temor de que aquello en lo que siempre había creído y enseñado sobre Dios quizás no fuera así. Tal vez los cielos estaban vacíos y tal vez lo que juzgamos promesas de Dios sólo vale para ilusiones.
Pero, como sabemos, él nunca cedió a esa duda, sino más bien, en su oscuridad, se entregó en confianza. Jesús murió en fe, aunque no en lo que con frecuencia pensamos ingenuamente que es fe. Morir en fe no siempre significa que morimos serenamente, sin temor ni duda.
Por ejemplo, el renombrado erudito bíblico Raymond E. Brown, haciendo un comentario sobre el temor a la muerte en la comunidad del discípulo amado, escribe: “La finalidad de la muerte y las incertidumbres que crea causa temblor entre aquellos que han pasado sus vidas confesando a Cristo. Verdaderamente, entre la pequeña comunidad de discípulos de Juan, no fue infrecuente que la gente confesara que las dudas habían entrado en sus mentes mientras se batían con la muerte. …La historia de Lázaro se sitúa al final del ministerio público de Jesús en Juan para enseñarnos que cuando se confronta con la visible realidad de la tumba, todos necesitamos oír y abrazar el intrépido mensaje que Jesús proclamó: ‘Yo soy la vida’. …Para Juan, no importa con qué frecuencia renovamos nuestra fe, existe la prueba suprema por la muerte. Tanto si es la muerte de un ser querido como si es la propia muerte de uno, es el momento en que uno se da cuenta de que todo depende de Dios. Durante nuestras vidas, hemos podido defendernos de tener que enfrentarnos a esto de una manera cruda. Enfrentados por la muerte, la mortalidad, todas las defensas se desmoronan”.
A veces, la gente con una profunda fe se enfrenta a la muerte con calma y paz. Pero otras veces no, y el temor y la duda que los amenazan entonces no es necesariamente signo de una fe débil ni vacilante. Puede ser lo contrario, como vemos en Jesús. En una persona de fe, el temor y la duda ante la muerte es lo que los místicos llaman “la noche oscura del espíritu”… y esto es lo que está pasando en esa experiencia: El crudo temor y la duda que estamos experimentando en ese momento hacen que nos sea imposible confundirnos a nosotros mismos y nuestra propia fuerza vital con Dios. Cuando tenemos que aceptar morir en confianza dentro de lo que parece absoluta negación y sólo podemos clamar en angustia a una aparente vaciedad, entonces ya no es posible confundir más a Dios con nuestros propios sentimientos y ego. En eso, experimentamos la suprema purificación del alma. Podemos tener una fe profunda y, no obstante,encontrarnos con duda y temor ante la muerte. Mira sólo a Jesús. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -
En su famoso estudio de las etapas de la muerte, Elizabeth Kubler-Ross, sugiere que hay cinco etapas que experimentamos en el proceso del morir: Negación, ira, negociación, depresión, aceptación. Nuestra primera respuesta al recibir un diagnóstico terminal es la negativa: ¡No me está sucediendo esto! Luego, cuando tenemos que aceptar que está sucediendo, nuestra reacción es la ira: ¡Por qué a mí! Al fin, la ira da paso a la negociación: ¿Cuánto tiempo puedo aún dilatar esto? A esto sigue la depresión y, finalmente, cuando ya nada nos sirve, se da la aceptación: Voy a morir. Todo esto es muy cierto.
Pero en un libro profundamente perspicaz, La gracia al morir, Kathleen Dowling Singh, basando sus percepciones sobre la experiencia de sentarse al lado de la cama de muchos moribundos, sugiere que hay etapas adicionales: Duda, resignación y éxtasis. Esas etapas ayudan a proyectar luz sobre cómo se enfrentó Jesús a su muerte.
La noche antes de morir, en Getsemaní, Jesús aceptó su muerte, claramente. Pero esa aceptación no fue aún plena resignación. Eso sólo tuvo lugar el siguiente día en la cruz, en una rendición final cuando, como relata el Evangelio, inclinó la cabeza y entregó su espíritu. Y justo antes de eso, experimentó un espantoso temor de que aquello en lo que siempre había creído y enseñado sobre Dios quizás no fuera así. Tal vez los cielos estaban vacíos y tal vez lo que juzgamos promesas de Dios sólo vale para ilusiones.
Pero, como sabemos, él nunca cedió a esa duda, sino más bien, en su oscuridad, se entregó en confianza. Jesús murió en fe, aunque no en lo que con frecuencia pensamos ingenuamente que es fe. Morir en fe no siempre significa que morimos serenamente, sin temor ni duda.
Por ejemplo, el renombrado erudito bíblico Raymond E. Brown, haciendo un comentario sobre el temor a la muerte en la comunidad del discípulo amado, escribe: “La finalidad de la muerte y las incertidumbres que crea causa temblor entre aquellos que han pasado sus vidas confesando a Cristo. Verdaderamente, entre la pequeña comunidad de discípulos de Juan, no fue infrecuente que la gente confesara que las dudas habían entrado en sus mentes mientras se batían con la muerte. …La historia de Lázaro se sitúa al final del ministerio público de Jesús en Juan para enseñarnos que cuando se confronta con la visible realidad de la tumba, todos necesitamos oír y abrazar el intrépido mensaje que Jesús proclamó: ‘Yo soy la vida’. …Para Juan, no importa con qué frecuencia renovamos nuestra fe, existe la prueba suprema por la muerte. Tanto si es la muerte de un ser querido como si es la propia muerte de uno, es el momento en que uno se da cuenta de que todo depende de Dios. Durante nuestras vidas, hemos podido defendernos de tener que enfrentarnos a esto de una manera cruda. Enfrentados por la muerte, la mortalidad, todas las defensas se desmoronan”.
A veces, la gente con una profunda fe se enfrenta a la muerte con calma y paz. Pero otras veces no, y el temor y la duda que los amenazan entonces no es necesariamente signo de una fe débil ni vacilante. Puede ser lo contrario, como vemos en Jesús. En una persona de fe, el temor y la duda ante la muerte es lo que los místicos llaman “la noche oscura del espíritu”… y esto es lo que está pasando en esa experiencia: El crudo temor y la duda que estamos experimentando en ese momento hacen que nos sea imposible confundirnos a nosotros mismos y nuestra propia fuerza vital con Dios. Cuando tenemos que aceptar morir en confianza dentro de lo que parece absoluta negación y sólo podemos clamar en angustia a una aparente vaciedad, entonces ya no es posible confundir más a Dios con nuestros propios sentimientos y ego. En eso, experimentamos la suprema purificación del alma. Podemos tener una fe profunda y, no obstante,encontrarnos con duda y temor ante la muerte. Mira sólo a Jesús. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -