Jesús nos ofreció una maravillosa parábola sobre esto, pero generalmente
desaprovechamos su lección. Todos nosotros estamos familiarizados con
la parábola del fariseo y el publicano. Jesús cuenta la historia de dos
hombres puestos delante de Dios en oración. El primero, un devoto
fariseo, es un hombre que se tomó muy en serio el seguimiento de la
virtud y da gracias a Dios porque es devoto y moral, y también da
gracias a Dios porque no es tan amoral como el publicano que está en el
templo con él. El segundo, un publicano, reconoce (honradamente y sin
ninguna racionalización) que es amoral, que es un pecador y, en ese
reconocimiento, pide humildemente a Dios que le perdone sus debilidades.
Sabemos cómo Jesús evalúa a los dos. El fariseo en realidad no oró,
mientras el publicano sí. Además la parábola destaca la ceguera interna
del fariseo de un modo que es imposible no ver. Todo aquel que oye esta
historia no puede menos que ver su falta de humildad.
Sin embargo, lo que resulta desafiante es examinar nuestra propia reacción a la historia. Al instante vemos la diferencia entre el falso orgullo y la genuina humildad. Vemos qué arrogante es que el fariseo diga: “¡Gracias a Dios, yo no soy como ese!”. Pero entonces yo me aventuraría a imaginar que el 98% de nosotros que oímos esa historia alimentamos espontáneamente este sentimiento: “Gracias a Dios, yo no soy como ese fariseo”. ¡Y, al hacer eso, nosotros somos él! Exactamente como él, nosotros estamos llenos hasta el borde de nuestro propio sentido de virtud y, por eso, empezamos a juzgar a otros. Normalmente, nuestra oración es de hecho lo contrario de la oración del publicano. Nosotros no estamos orando por nuestra propia culpabilidad, sino más bien rezando: “¡Te doy gracias, oh Dios, porque no soy tan ciego a mí mismo y tan crítico como son tantos otros!”. Es duro ser el publicano. Nuestra verdadera virtud y humildad se enroscan invariablemente sobre sí mismas y nos hacen orgullosos y críticos.
¿Cuál es la respuesta? ¿Cómo rompemos el círculo vicioso? Hay sólo una manera, y el publicano nos la muestra. ¿Cómo? Él ora por su propia culpabilidad, de verdad. Es un pecador y lo admite honradamente. Por nuestra parte, cuando hablamos de nosotros mismos como pecadores, generalmente no queremos decirlo. Admitimos que tenemos nuestras debilidades y que a veces pecamos; pero luego, como el fariseo, agradecemos inmediatamente que no tengamos las debilidades y pecados de otros. Por lo general, pensamos de esta manera: “¡Admito que tengo mis faltas, pero al menos no soy tan ignorante y egoísta como ese compañero mío!” “¡A pesar de todos mis defectos, aún le doy gracias a Dios de que no soy tan narcisista como mi jefe!” “¡Puede que yo no tenga mucha fe religiosa, pero al menos no soy tan hipócrita como tantos de esos que son gente de iglesia!” “¡Puedo ser un poco desordenado, pero gracias a Dios no tengo las faltas de Jack!”. El orgullo siempre está serpenteando alrededor de nuestras defensas y manteniendo acorralada la genuina humildad.
Pero hay un caso en el que no puede hacer eso, y es cuando estamos reconociendo genuinamente nuestra propia culpabilidad. Cuando estamos verdaderamente situados dentro de nuestra propia culpabilidad, como el publicano, entonces no juzgamos a nadie, ni siquiera a nosotros mismos. Como sacerdote católico romano que ha estado confesando durante unos 47 años, puedo decir sin duda que la gente se encuentra en su mejor momento cuando están confesando honradamente sus propios defectos. Cuando estamos situados genuinamente en el reconocimiento de nuestros propios pecados, no juzgamos a nadie. En ese espacio, nunca pensamos: “¡Gracias a Dios, yo no tengo las faltas de Jack!”. Sabemos que nuestras propias cosas bastan. Entonces, nuestra oración se vuelve honrada y, según Jesús, es en tal caso cuando es oída en el cielo.
Y es precisamente nuestra culpabilidad lo que debemos reconocer existencialmente y situarnos en ella. Nuestras otras debilidades, nuestras inadecuaciones congénitas y personales pueden ser útiles haciéndonos humildes, pero, como no somos personal ni moralmente responsables de ellas, reconocerlas no nos hacen lo mismo como reconociendo nuestra propia culpabilidad. No somos responsables del ADN físico y psicológico. No somos responsables de nuestra etnicidad ni color. No somos responsables de la clase de familia, vecindad y cultura en las que fuimos educados. Y no somos responsables de lo que nos sucedió en el corralito de bebés y en el patio de juego cuando éramos pequeños. Y aun así, todas estas cosas impactan profundamente en nuestras debilidades y fortalezas. Pero como no somos responsables de ellas, al fin no tenemos que ser humildes por ellas.
Pero sí tenemos que ser humildes por nuestros propios pecados.
Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -
Sin embargo, lo que resulta desafiante es examinar nuestra propia reacción a la historia. Al instante vemos la diferencia entre el falso orgullo y la genuina humildad. Vemos qué arrogante es que el fariseo diga: “¡Gracias a Dios, yo no soy como ese!”. Pero entonces yo me aventuraría a imaginar que el 98% de nosotros que oímos esa historia alimentamos espontáneamente este sentimiento: “Gracias a Dios, yo no soy como ese fariseo”. ¡Y, al hacer eso, nosotros somos él! Exactamente como él, nosotros estamos llenos hasta el borde de nuestro propio sentido de virtud y, por eso, empezamos a juzgar a otros. Normalmente, nuestra oración es de hecho lo contrario de la oración del publicano. Nosotros no estamos orando por nuestra propia culpabilidad, sino más bien rezando: “¡Te doy gracias, oh Dios, porque no soy tan ciego a mí mismo y tan crítico como son tantos otros!”. Es duro ser el publicano. Nuestra verdadera virtud y humildad se enroscan invariablemente sobre sí mismas y nos hacen orgullosos y críticos.
¿Cuál es la respuesta? ¿Cómo rompemos el círculo vicioso? Hay sólo una manera, y el publicano nos la muestra. ¿Cómo? Él ora por su propia culpabilidad, de verdad. Es un pecador y lo admite honradamente. Por nuestra parte, cuando hablamos de nosotros mismos como pecadores, generalmente no queremos decirlo. Admitimos que tenemos nuestras debilidades y que a veces pecamos; pero luego, como el fariseo, agradecemos inmediatamente que no tengamos las debilidades y pecados de otros. Por lo general, pensamos de esta manera: “¡Admito que tengo mis faltas, pero al menos no soy tan ignorante y egoísta como ese compañero mío!” “¡A pesar de todos mis defectos, aún le doy gracias a Dios de que no soy tan narcisista como mi jefe!” “¡Puede que yo no tenga mucha fe religiosa, pero al menos no soy tan hipócrita como tantos de esos que son gente de iglesia!” “¡Puedo ser un poco desordenado, pero gracias a Dios no tengo las faltas de Jack!”. El orgullo siempre está serpenteando alrededor de nuestras defensas y manteniendo acorralada la genuina humildad.
Pero hay un caso en el que no puede hacer eso, y es cuando estamos reconociendo genuinamente nuestra propia culpabilidad. Cuando estamos verdaderamente situados dentro de nuestra propia culpabilidad, como el publicano, entonces no juzgamos a nadie, ni siquiera a nosotros mismos. Como sacerdote católico romano que ha estado confesando durante unos 47 años, puedo decir sin duda que la gente se encuentra en su mejor momento cuando están confesando honradamente sus propios defectos. Cuando estamos situados genuinamente en el reconocimiento de nuestros propios pecados, no juzgamos a nadie. En ese espacio, nunca pensamos: “¡Gracias a Dios, yo no tengo las faltas de Jack!”. Sabemos que nuestras propias cosas bastan. Entonces, nuestra oración se vuelve honrada y, según Jesús, es en tal caso cuando es oída en el cielo.
Y es precisamente nuestra culpabilidad lo que debemos reconocer existencialmente y situarnos en ella. Nuestras otras debilidades, nuestras inadecuaciones congénitas y personales pueden ser útiles haciéndonos humildes, pero, como no somos personal ni moralmente responsables de ellas, reconocerlas no nos hacen lo mismo como reconociendo nuestra propia culpabilidad. No somos responsables del ADN físico y psicológico. No somos responsables de nuestra etnicidad ni color. No somos responsables de la clase de familia, vecindad y cultura en las que fuimos educados. Y no somos responsables de lo que nos sucedió en el corralito de bebés y en el patio de juego cuando éramos pequeños. Y aun así, todas estas cosas impactan profundamente en nuestras debilidades y fortalezas. Pero como no somos responsables de ellas, al fin no tenemos que ser humildes por ellas.
Pero sí tenemos que ser humildes por nuestros propios pecados.
Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -