Dejar el falso temor
Recientemente, en una entrevista de radio, me preguntaron: “Si Vd. estuviera en el lecho de muerte, ¿qué querría dejar tras de sí como sus últimas palabras?” La pregunta me pilló momentáneamente de sorpresa. ¿Qué querría dejar yo como mis últimas palabras? No teniendo tiempo para para reflexionar mucho, señalé esto. Querría decir: “¡No tengáis miedo! ¡Vivid sin miedo! ¡No tengáis miedo a la muerte! ¡Inmensa mayoría, no tengáis miedo a Dios!”
Soy católico de cuna, nacido de padres admirables, catequizado por unos maestros muy entregados, y he tenido el privilegio de estudiar teología en algunas de las mejores aulas del mundo. Sin embargo, me costó cincuenta años desprenderme de algunos paralizantes temores religiosos y darme cuenta de que Dios es la única persona a la que no debes tener miedo. Me ha llevado la mayor parte de mi vida creer las palabras que salen de la boca de Dios más de trecientas veces en la escritura y son las palabras iniciales salidas de la boca de Jesús siempre que se encuentra con alguien por primera vez después de su resurrección: ¡No tengas miedo!
Para mí, ha resultado un viaje de cincuenta años creer eso, fiarme de ello. Durante la mayor parte de mi vida he vivido en un falso temor de Dios, y de muchas otras cosas. Siendo niño pequeño, tenía un miedo particular de las tormentas con aparato eléctrico, que en mi joven mente demostraban qué cruel y amenazante podría ser Dios. Los truenos y relámpagos eran presagios que nos amonestaban, religiosamente, a ser temerosos. Alimenté los mismos temores sobre la muerte, preguntándome a dónde iban las almas después de la muerte, a veces mirando a un sombrío horizonte después de que el sol se hubiera puesto, y preguntándome si la gente que había muerto estaba fuera de allí en algún lugar, agobiada en esa tiniebla sin fin, sufriendo aún por lo que no habían hecho bueno en la vida. Yo sabía que Dios era amor, pero ese amor mantenía una cruel, atemorizante y exigente justicia.
Aquellos temores anduvieron parcialmente secretos durante los años de mi adolescencia. Decidí entrar en la vida religiosa a la edad de diecisiete años, y a veces me he preguntado si esa decisión fue tomada libremente y no por falso temor. Sin embargo, mirando hacia atrás sobre ello, con cincuenta años de visión retrospectiva, sé que no fue el temor lo que me apremió, sino una genuina sensación de ser llamado, de saber, por influencia de mis padres y las monjas Ursulinas que me catequizaron, que la vida de uno no es propiedad personal, que uno es llamado a servir. Pero el temor religioso permaneció malsanamente fuerte dentro de mí.
Así pues, ¿qué me ayudó a dejar eso? Esto no sucede en un día ni en un año; es el efecto acumulativo de cincuenta años de pequeñas cosas conspirando juntas. Empezó con las muertes de mis padres cuando yo tenía veintidós años. Después de ver morir a mi madre y mi padre, ya no tuve más miedo a la muerte. Fue la primera vez que no tuve miedo de un cuerpo muerto, ya que estos cuerpos eran mi madre y mi padre, a los que no tenía miedo. Mis temores de Dios se aliviaron gradualmente cada vez que intenté encontrarme con Dios estando mi alma desnuda en oración y vine a darme cuenta de que tu cabello no se vuelve blanco cuando estás puesto por completo en presencia de Dios; en vez de eso, te vuelves confiado. Mis temores disminuyeron también cuando oficiaba para otros y aprendía lo que debería de ser la compasión divina, cuando estudié y enseñé teología, cuando dos diagnósticos de cáncer me obligaron a contemplar como real mi propia mortalidad, y cuando algunos compañeros, la familia y los amigos fueron modelos de cómo uno puede vivir más libremente.
Intelectualmente, algunas personas me ayudaron de modo especial: John Shea me ayudó a darme cuenta de que Dios no es una ley que haya que obedecer, sino una energía infinitamente empática que quiere que seamos felices; Robert Moore me ayudó a creer que Dios siempre nos mira complacido; Charles Taylor me ayudó a entender que Dios quiere que florezcamos; el amargo juicio crítico anti-religioso de ateos como Frederick Nietzsche me ayudó a ver dónde mi propio concepto de Dios y la religión necesitaba una masiva purificación; y un viejo hermano, un sacerdote misionero, mantuvo inquietante mi teología con irreverentes preguntas como: ¿qué clase de Dios querría que le tuviéramos miedo? Muchas pequeñas cosas conspiraron juntas.
¿Qué importancia tienen las últimas palabras? Pueden significar mucho o poco. Las últimas palabras que nos dirigió nuestro padre fueron “tened cuidado”, pero se refería a nuestro regreso a casa desde el hospital, con nieve y hielo. Las últimas palabras no siempre intentan dejar un mensaje; pueden estar orientadas a decir adiós o simplemente ser inaudibles suspiros de dolor y agotamiento; pero a veces pueden ser vuestro legado.
Dada la oportunidad de dejar a la familia y los amigos unas pocas palabras últimas, creo que, después de intentar decir primero un oportuno adiós, yo diría esto: No tengáis miedo. No temáis vivir ni morir. Especialmente, no tengáis miedo a Dios.
Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -