En su libro El Secreto, Rene Fumoleau tiene un poema titulado Pecados. Fumoleau, un sacerdote misionero que estaba con el pueblo Dene en el norte de Canadá, pidió una vez a un grupo de ancianos que dijeran lo que ellos consideraban el peor pecado de todos. Su respuesta:
Los diez Dene discutieron juntos;
y, después de cierto tiempo, Radisca me explicó:
“Lo tratamos, y todos coincidimos:
El peor pecado que un pueblo puede cometer
es cerrar con llave sus puertas”.
Quizás en el momento en que tuvo lugar este incidente y en ese particular poblado Dene, aún podríais dejar tranquilamente vuestras puertas sin cerrar con llave, pero ese es un aviso que suena extraño para la mayoría de nosotros, que estamos seguros sólo cuando echamos doble cerraja y los sistemas de seguridad electrónica aseguran nuestras puertas. Sin embargo, tienen razón estos ancianos Dene porque, al fin y al cabo, ellos están hablando de algo más profundo que el cerrojo de la seguridad de nuestra puerta exterior. ¿Qué significa en realidad cerrar vuestras puertas?
Como sabemos, hay muchas clases de puertas que cerramos y abrimos para permitir a otros entrar y salir. Jean-Paul Sartre, el afamado existencialista francés, escribió una vez: El infierno es la otra persona. Aunque esto puede ser considerado muy cierto emocionalmente en un día determinado, es la antítesis de cualquier verdad religiosa, particularmente de la verdad cristiana. En todas las grandes religiones del mundo, estar al final con otros es el cielo; acabar eternamente solo es el infierno.
Esa es una verdad basada en nuestra misma naturaleza. Como personas humanas somos constitutivamente sociales; lo cual quiere decir que estamos hechos de tal manera que, aun siendo siempre individuales, privados e idiosincrásicos, al mismo tiempo somos siempre sociales, comunitarios e interdependientes. Estamos programados para estar con otros, y no hay ningún significado o cumplimiento superior para ser encontrados solos. En verdad, nos necesitamos unos a otros simplemente para sobrevivir y permanecer cuerdos. Aún más, nos necesitamos unos a otros para el amor y la razón de vivir, porque sin estos no hay ningún sentido para nosotros. Acabar solitario es la muerte de la peor clase.
Esto debe ser destacado hoy porque, en la sociedad y en nuestras iglesias, demasiados de nosotros estamos cerrando un selecto número de nuestras puertas de unos modos que son destructivos y genuinamente no cristianos. ¿Cuál es nuestro problema?
Hace veinte años, Robert Putman contempló el derrumbamiento de la comunidad en nuestra cultura y la denominó con una sugestiva frase: Jugar a los bolos en solitario. Para Putman, nuestras familias, vecindarios y comunidades más amplias se están derrumbando a causa de un excesivo individualismo en la cultura. Más y más, estamos haciendo cosas solos, caminando en el espacio de nuestros propios ritmos idiosincrásicos más bien que en el espacio de nuestros ritmos de comunidad. Pocos impugnarían esta afirmación.
Sin embargo, aquello con lo que estamos luchando hoy va más allá del individualismo que Putman llama tan en broma. En el excesivo individualismo que Putman describe, acabamos jugando solos a bolos, pero principalmente aún en la misma pista de bolos, separados unos de otros pero no encerrados. Nuestro problema resulta más profundo. Metafóricamente, estamos cerrándonos unos a otros fuera de nuestra común pista de bolos. ¿Qué se quiere decir aquí?
Más allá de un individualismo aislante, hoy estamos luchando en nuestras familias, comunidades, países e iglesias con un demonio de diferente condición, esto es, con puertas cerradas en amargura. Políticamente, en muchos de nuestros países ahora estamos tan polarizados que los diferentes bandos son incapaces incluso de tener entre sí una conversación respetuosa y civil.
El otro es “el infierno”. Esto es cierto también en nuestras familias, donde la conversación en la cena de Acción de Gracias o la Navidad tiene que evitar cuidadosamente todas las referencias a lo que está ocurriendo en el país, y sólo podemos relacionarnos en la misma mesa si mantenemos nuestros puntos de vista políticos bajo llave.
Tristemente, esto se refleja ahora en nuestras iglesias donde las diferentes opiniones de teología, eclesiología y moralidad han conducido a una polarización de tal intensidad que cada grupo teológico y eclesial se sitúa ahora detrás de su propia puerta sólidamente cerrada. No hay ninguna apertura a lo que es otro, y todo verdadero diálogo ha sido reemplazado por la recíproca demonización. Esta falta de apertura es al fin a lo que los Dene se refieren como el peor pecado de todos, nuestras puertas cerradas con llave. El infierno, entonces, es en realidad la otra persona. Sartre debe de estar sonriendo.
Es interesante cómo funciona el maligno. Los Evangelios nos dan dos distintas palabras por el maligno. Unas veces, el maligno es llamado “el diablo” (Diabolos); y otras, el maligno es llamado “satanás” (Satanas). Ambos describen el poder maligno que opera contra Dios, la bondad y el amor en una comunidad. El “Diablo” actúa dividiéndonos, a uno de otro, derrumbando la comunidad por medio de celos, orgullo y falsa libertad; mientras que “Satanás” actúa de manera inversa. Satanás nos une enfermizamente de manera que, como grupos, nos demonicemos unos a otros, llevemos a cabo crucifixiones y nos adhiramos febrilmente unos a otros por medio de estilos enfermizos de histeria e ideologías que contribuyan a ser el chivo expiatorio, el racismo, el sexismo y el odio grupal de todo género. De cualquier modo, tanto si es satanás como si es el diablo, acabamos detrás de las puertas cerradas con llave, donde esos que están fuera de nosotros son vistos como el infierno.
Así pues, es verdad, “el peor pecado que podemos cometer es cerrar con llave nuestras puertas”.
Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -