Una vez, durante un partido de béisbol en la escuela secundaria, un árbitro tuvo una decisión muy injusta contra nuestro equipo. Todo nuestro equipo se indignó y todos nosotros empezamos a gritar airadamente al árbitro, maldiciéndolo, insultándolo, expresando nuestra ira a voz en grito. Pero uno de nuestros compañeros de equipo no siguió la misma conducta. En vez de gritar al árbitro, se mantuvo tratando de impedir que el resto de nosotros hiciéramos lo mismo. “¡Dejadlo!”, estuvo diciéndonos. “¡Dejadlo, que somos más grandes que esto!” ¿Más grandes que qué? No se estaba refiriendo a la inmadurez del árbitro, sino a la nuestra. Y nosotros no éramos “más grandes que esto”, al menos no entonces. Ciertamente, yo no lo era. No podía aguantar una injusticia. No era lo suficientemente grande.
Pero algo se me quedó de ese incidente, el desafío de “ser más grande” en las cosas que nos menosprecian. No siempre lo logro, pero soy mejor persona cuando lo hago, más grande de corazón, mientras que soy más mezquino y pequeño de corazón cuando no lo hago.
Pero como nuestro compañero de equipo nos desafió hace todos estos años, continuamos desafiados a “ser más grandes” que la mezquindad de un momento. Esa invitación se halla en el corazón mismo del desafío moral de Jesús en el Sermón de la Montaña. Allí nos invita a tener “una virtud que sea mayor que la de los escribas y los fariseos”. Y, en esa invitación, hay algo más escondido que lo que encontramos a primera vista, porque los escribas y fariseos eran gente muy virtuosa. Siempre se empeñaban en ser fieles a todos los preceptos de su fe y eran gente que creía y practicaba estricta justicia. ¡No daban decisiones injustas como los árbitros! Pero en toda esa bondad, aún les faltaba algo a lo que nos invita el Sermón de la Montaña: una acierta magnanimidad, tener corazones y mentes suficientemente grandes que puedan alzarse por encima de ser despreciados como para ser más grandes que un momento determinado.
Dejadme ofrecer este ejemplo de lo que eso puede significar: Juan Pablo II fue el primer papa en la historia que habló con claridad inequívoca contra la pena de muerte. Es importante advertir que no dijo que la pena de muerte fuera errónea. Bíblicamente, tenemos el derecho de practicarla. Juan Pablo admitió eso. Sin embargo, y esta es la lección, siguió diciendo que, mientras podemos en justicia practicar la pena de muerte, no deberíamos hacerlo, porque Jesús nos llama a algo más alto, a saber, perdonar a los pecadores y no ejecutarlos. Eso es magnanimidad, eso es más grande que el momento en el que somos atrapados.
Tomás de Aquino, en su sagacidad moral, hace una distinción que uno no oye frecuentemente ni en las enseñanzas de la iglesia ni en el sentido común. Tomás dice que una cierta cosa puede ser pecado para una persona y, en cambio, no para otra. En esencia, algo puede ser pecado para alguien que es de gran corazón, aunque no sea pecado para alguien que es mezquino y pequeño de corazón. He aquí un ejemplo: en un comentario maravillosamente desafiante, una vez Tomás escribió que es pecado retener una ayuda de alguien que lo merece genuinamente porque, al hacerlo, estamos reteniendo a esa persona algo de la comida que necesita para vivir . Pero al enseñar esto, Tomás aclara que esto es un pecado sólo para alguien que es de gran corazón, magnánimo, y a un cierto nivel de madurez. Alguien que es inmaduro, centrado en sí mismo y mezquino de corazón no está obligado a la misma norma moral y espiritual.
¿Cómo es posible esto: no es pecado un pecado, independientemente de la persona? No siempre. Tanto si algo es pecado o no como también la gravedad de un pecado, dependen de la profundidad y madurez en una relación. Imaginad esto: Un hombre y su esposa tienen tal relación profunda, sensible, solícita, respetuosa e íntima de modo que las menores expresiones de afecto o negligencia hablan en voz alta del uno al otro. Por ejemplo, cuando ellos se separan para andar caminos diferentes cada mañana, intercambian una expresión de afecto, como un ritual de separación. Ahora bien, si alguno de ellos descuidara esa expresión de afecto en una mañana ordinaria en la que no hubiera ninguna circunstancia especial, no sería una cuestión pequeña e incidental. Algo importante se estaría diciendo. Por el contrario, considerad otra pareja cuya relación no es estrecha, en la que hay poca atención, poco afecto, poco respeto y ninguna costumbre de expresar afecto al separarse. Tal negligencia no significaría nada. Ninguna desatención, ningún ánimo, ninguna ofensa, ningún pecado; sólo falta de atención como de ordinario. Sí, algunas cosas pueden ser pecado para una persona y no para otra.
Nosotros somos invitados por Jesús y por lo mejor que hay en nosotros a llegar a ser lo bastante grandes de corazón y mente para saber que es un pecado no dar una ayuda, saber que aunque bíblicamente podemos aplicar la pena de muerte no lo deberíamos hacer, y saber que somos mejores mujeres y hombres cuando somos más grandes que cualquier desatención que experimentamos en un determinado momento. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -