Señor, dame un corazón puro



Domingo XXII tiempo ordinario



  La Palabra que hemos escuchado hoy nos invita a mirar en nuestro corazón con sinceridad. Qué es lo que lo ocupa? Por qué se afana? Son preguntas que liquidamos con excesiva facilidad porque "tenemos muchas cosas que hacer".

        La Palabra de Dios pide ser escuchada con el corazón, pide un espacio, pide un poco de tiempo. Nuestro obrar, en verdad, no es especialmente cuestión de brazos o de mente, sino de corazón. Es el corazón el que anima lo que decimos, hacemos, decidimos. El corazón es la sede de la conversión, de la decisión fundamental de acoger la Palabra de Dios y ponerla en práctica. Y la Palabra de Dios, cuando habita en el corazón, lo cura, lo libera de los sentimientos egoístas, de la rivalidad, del desinterés por el otro: sentimientos que nos impiden experimentar la realidad más grande y determinante: el Señor está cerca. La Palabra de Dios, si le dejamos sitio en nuestro corazón, nos enseña a invocar al Señor y a ver al prójimo. Nos hace conscientes de que estamos bautizados y nos da la fuerza necesaria para vivir de manera coherente.

        Nos hace comprender cómo hemos de obedecer a la ley de Dios, la ley definitiva del amor, ese amor con el que Jesús fue el primero en amarnos.

 



Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios.

 





Domingo XXI tiempo ordinario



 Tras la extensa revelación de Jesús sobre el pan de vida en la sinagoga de Cafarnaún, los discípulos muestran su malestar por las afirmaciones "irracionales" de su Maestro, unas afirmaciones difíciles de aceptar desde el punto de vista humano. Jesús, frente al escándalo y la murmuración de sus discípulos, precisa que no hay que creer en él sólo después de contemplar su ascensión al cielo, al modo de Elías y de Enoc, porque eso significaría no aceptar su origen divino, algo carente de sentido, puesto que él, el "Preexistente", viene precisamente del cielo (cf. Jn 3,13-15).

        La incredulidad de los discípulos respecto a Jesús, sin embargo, se pone de manifiesto por el hecho de que el "Espíritu es quien da la vida; la cante no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida" (v. 63). Juan afirma que tan real como la carne de Jesús es la verdad eucarística. Ambas son un don que tiene el mismo efecto: dar la vida al hombre. Con todo, muchos discípulos no quisieron creer y no dieron un paso adelante hacia una confianza en el Espíritu, no logrando liberarse de la esclavitud de la carne. A Jesús no le coge por sorpresa esta actitud por parte de los que dejan de seguirle. Conoce a cada hombre y sus opciones secretas. Adherirse a su persona y su mensaje a través de la fe es un don que nadie puede darse a sí mismo. Sólo lo da el Padre. El hombre, que es dueño de su propio destino, siempre es libre de rechazar el don de Dios y la comunión de vida con Jesús. Sólo quien ha nacido y ha sido vivificado por el Espíritu y no obra según la carne comprende la revelación de Jesús y es introducido en la vida de Dios. Es a través de la fe como el discípulo debe acoger al Espíritu y al mismo Jesús, pan eucarístico, sacramento que comunica el Espíritu y transforma la carne.

 



Amar a tu propia Iglesia y también a la de tu prójimo. Artículo.

Enseño espiritualidad en la Oblate School of Theology de San Antonio, Texas. Hace quince años, empezamos a ofrecer un PhD en Espiritualidad. En los quince años, hemos tenido estudiantes para doctorado procedentes de muchas denominaciones cristianas diferentes: protestantes tradicionales, evangélicos, episcopalianos/anglicanos y romanos católicos. Durante esos quince años, no hemos tenido la menor conversión de alguien de una denominación a otra. Al contrario, todos estudiantes han concluido aquí con un compromiso más profundo hacia su propia denominación y también una  comprensión más profunda de todas otras denominaciones cristianas. Estamos sanamente orgullosos de ello. Ese es uno de los objetivos de nuestro programa.

Desde la Reforma Protestante, los cristianos hemos estado viviendo quinientos años de desavenencias y sospechas mutuas. Cada uno de nosotros tendíamos a trabajar asumiendo que pertenecíamos a la única verdadera expresión del Cristianismo (o, al menos, a la más pura), y buscábamos conversiones, esto es, lograr que alguien abandonara su denominación y se adhiriera a la nuestra. Felizmente, las cosas están cambiando, aun cuando los viejos clamores de ser la única expresión verdadera del Cristianismo y la antigua defensa de las fronteras denominacionales aún están siendo mantenidos por muchos. Una nueva perspectiva se está extendiendo con fuerza, y empezamos a vernos con diferentes ojos.

Estamos empezando a darnos cuenta de que el camino hacia la unidad no se basa en decir: “Vosotros estáis equivocados, nosotros estamos en la verdad”, aunque sigamos conscientes de las diferencias que nos separan. Al contrario, estamos fijándonos en lo que compartimos como cristianos y seres humanos, y estamos viendo que lo que vivimos en común resta importancia a lo que nos separa.

¿Qué vivimos en común que empequeñezca algún dogma, eclesiología, estructura de la autoridad o desavenencia histórica que nos separa?

Esto vivimos en común: un mismo origen, una misma naturaleza, una misma tierra, un mismo firmamento, una misma ley de gravedad, una misma fragilidad, una misma mortalidad terrena, un mismo deseo, un mismo objetivo, un mismo destino, un mismo camino, un mismo Dios, un mismo Jesús, un mismo Cristo, un mismo Espíritu Santo. Y eso trae consigo una invitación y un imperativo: Ama a tu propia iglesia y también a la de tu prójimo.

Pero alguno podría protestar: ¿Y qué decir de todo lo que hay de error en la iglesia de mi prójimo? Se reconoce que resulta una dificultad. Sin embargo, también se reconoce que hay cosas erróneas en nuestra propia iglesia, sea cual sea nuestra denominación. Además, como afirma el renombrado erudito en religión Huston Smith, tenemos que juzgar a otra religión o a otra denominación cristiana no por sus aberraciones ni por sus peores expresiones, sino por las mejores, por sus santos.

Si esto es verdad, entonces todos nosotros podemos fijarnos en otras iglesias, en sus santos y en sus particulares riquezas para mejorar nuestro particular discipulado en Cristo. En un nuevo y clarividente libro, Amar a la iglesia de tu prójimo como tuya propia, Peter Halldorf, un cristiano evangélico/ortodoxo sueco, pregunta: “Qué significa amar a la iglesia de mi prójimo como mía propia? ¿Puede un pentecostal considerar a un católico romano como alguien que puede enriquecer su propia experiencia de fe? ¿Puede un romano católico considerar a un pentecostal bajo este mismo punto de vista?”

Si somos honrados, estamos obligados a admitir que tenemos mucho que aprender unos de otros. Así que ya no deberíamos distanciarnos ni empezar a hablar más y más de “convergencia” en vez de “conversión”. El Espíritu está invitándonos a juntarnos con respeto y con una humildad compartida, sin actitudes de sospecha ni triunfalismo. En esa situación, la desconfianza puede ser vencida.

¿Cómo podemos juntarnos de ese modo? Hace ya una generación, el renombrado teólogo Avery Dulles indicó que el camino que lleva al ecumenismo no es por vía de conversión. La unidad entre las iglesias cristianas no va a venir por la conversión de todas las diferentes denominaciones y el encuentro en una subsistente denominación cristiana. Eso, opina Dulles, no sólo es irrealista, sino tampoco es el ideal, porque ninguna denominación posee la verdad plena. Más bien, todos estamos aún caminando -confiadamente con toda sinceridad de corazón- hacia la verdad plena, hacia un discipulado más pleno y hacia el ideal de dar en esta tierra una expresión más plena al Cuerpo de Cristo. Todos nosotros estamos aún caminando hacia eso.

En consecuencia, el camino que lleva al ecumenismo, a la unidad como una iglesia cristiana, a la unidad en una mesa eucarística, consiste en el hecho de que cada uno de nosotros, cada denominación, nos convirtamos más desde nuestro interior, en que crezcamos más fieles dentro de nuestro propio discipulado, en que demos una expresión más auténtica al Cuerpo de Cristo, y de este modo, mientras cada uno de nosotros crezca más fiel a Cristo, nos veremos realizando progresivamente la unidad, convergiendo, creciendo más y más juntos en una única familia.

Kenneth Cragg sugirió en una ocasión algo parecido con respecto a la cuestión de fe compartida entre las religiones del mundo. Después de trabajar como misionero cristiano entre los musulmanes, indicó que eso supondría a todas las religiones del mundo dar plena expresión al Cristo total.

Es hora de superar quinientos años de incomprensiones y de volver a abrazarnos como compañeros de peregrinación, luchando juntos en un viaje común. Ron Rolheiser OMI (Trad. Benjamín Elcano, cmf). Fuente: Ciudad Redonda.org / Artículo original en Inglés

La España cristiana en la actual encrucijada. Artículo de Fr. Jesús Sanz Montes, arzobispo de Oviedo.

Nuestro Occidente está plagado de hitos que marcan una historia imborrable, aunque puede llegar a olvidarla e incluso a traicionarla. Pero tenemos demasiados episodios en los que, durante veinte siglos, hemos ido escribiendo preciosas páginas morales con testimonios de humanidad cristiana, hermosos monumentos arquitectónicos, bellísimas obras de arte con los pinceles de nuestros pintores, las gubias de nuestros escultores, los pentagramas de nuestros músicos y las plumas de nuestros escritores. Es verdad que también hemos sido capaces de destruir tamaño legado y contradecirlo de mil modos hasta llegar a negarlo con la violencia, la guerra y el más descuidado de los olvidos. Pero este ingente patrimonio sería imposible comprenderlo sin la clave de bóveda que representa lo que llamamos el acontecimiento cristiano. El balance es claramente positivo, e incluso los borrones que lamentablemente no faltan, ponen mejor de manifiesto la cara y la cruz de lo que supone ser fieles a la tradición cristiana más genuina o ser torpes dilapidadores de la herencia recibida a través de casi dos mil años.

1. La paradoja de una victoria anunciada

En este contrapunto, emerge lo que hemos cantado una vez más: «Cristo ha triunfado en la pascua». Esta fue su cantata sin fuga, su sinfonía acabada con música y letra. Dios se reservó la última palabra y sucedió a los tres días tras el primer Viernes Santo de la historia en el Calvario, cuando de par en par quedó para siempre abierta la tumba. No hubo forma de encerrar, en la mazmorra de la muerte, una vida que brincaba renovada y salía por todos los poros sin mortaja. Ante la resurrección de Cristo, reconocemos la alborada que no declina jamás, el sol que nace de lo alto cada mañana dejándonos su rastro, para que caminemos los senderos del bien y de la paz.

Bien sabemos que no todo el mundo se deja abrazar por esta bondadosa noticia que nos permite empezar lo siempre pendiente, o reestrenar lo que comenzó tarde entre nuestras triquiñuelas asustadas y contradictorias en todos nuestros lances torpes. Pero quien se atreve a confiar verá el milagro de no ser rehén de un pasado tramposo que nos detiene e hipoteca. Es la vida que irrumpe en nuestro horizonte de cansancio y de muerte, poniendo la flor de la alegría en nuestras muecas mohínas y el colirio fresco en nuestras lágrimas secas de tanto llanto aplastante. Por eso entonamos el aleluya de nuestras mejores albricias en la fiesta de Dios y sus hijos.

Dicho esto, hemos de constatar lamentablemente que no todo el mundo entra en esta órbita, ni los destinos de los pueblos se abren a tamaño regalo y ajustan sus políticas injustas y erráticas, ni se arrepienten de sus mentiras como manera de gobernanza, o de sus corrupciones tan despóticamente maquilladas, o de sus manejos torticeros con impunidades legales con las que galvanizan sus vergüenzas, ni que se acallan los tambores de guerras y las violencias varias.

Lamentablemente esto se da como torpe estribillo de una resulta que ya señaló un teólogo casi contemporáneo: «Hacer un mundo sin Dios es hacerlo contra el hombre» (cf. Henri de Lubac, El drama del humanismo ateo. Madrid 2012, 11). Pero la palabra última se la ha reservado el Señor, que nos susurra con tantos registros lo que nos sugería el profeta Isaías: «… que no se comerán los enemigos nuestro trigo, ni los extraños se beberán nuestro vino, sino que seremos buscados por el Señor y nuestra tierra jamás será abandonada» (cf. Is 62, 8-9). Y, en Jesús resucitado se cumple lo cantado por el salmista: «He cambiado tu luto en fiesta, tu sayal en traje de domingo, en tu cojera te sacaré a bailar y danzarás conmigo, tus abatimientos se convertirán en cánticos gozosos que no terminan en la fiesta de la verdadera pascua que no acaba» (cf. Sal 30, 11-12).

Este es el escenario complejo en el que, por una parte, somos herederos de una preciosa tradición llena de belleza, de verdad y bondad, desde la que la Iglesia propone a cada generación esa fundamentación cristiana de nuestra humanidad con los valores propios que se derivan del mensaje evangélico. Es una doctrina asentada en el mejor pensamiento, celebrada en la liturgia de siglos, testimoniada por mártires y confesores en tantos sitios y circunstancias, enseñada a pequeños y grandes con la catequesis apropiada, debatida en el encuentro con otras culturas teológicas y filosóficas, y expresada en el arte bello y fecundo y a través de la caridad misionera más generosa. Y, por otra parte, también debemos levantar acta de las contradicciones de nuestras incoherencias y pecados, donde hemos podido conculcar con los hechos lo que queríamos anunciar con los labios.

2. La resistencia cristiana ante las censuras ideológicas

Por eso, algunos nos resistimos a que se nos censure socialmente a los cristianos, confinándonos culturalmente, negándonos la palabra dicha en la historia y obligando a enmudecer la que deberíamos todavía pronunciar. Son distintas las miradas de los curiosos que escrutan nuestras palabras o silencios, nuestras presencias o ausencias cuando los cristianos entramos en la plaza común sin encaramarnos a los púlpitos habituales. Nos dicen que las cosas públicas no nos pertenecen, empujándonos al ostracismo que sella nuestros labios censurando la palabra o emparedando nuestra presencia en el rincón de lo sacral.

El mutismo y la invisibilidad es lo que desean algunos como escenario cotidiano de la presencia cristiana en toda la trama social: en el mundo de la cultura, las artes varias, la opinión, los debates éticos, los retos y desafíos sociales, y un largo etc. Como mucho, se nos permitiría seguir respirando en alguna sacristía recoleta o en algún anfiteatro ritual mientras desamortizan nuestro espacio para otro tipo de sainetes de imperativo popular. Pero tenemos el derecho y el deber de acercar también nuestra palabra, esgrimir nuestras razones, exponer nuestras reservas ponderadas o nuestra crítica constructiva en la edificación de la ciudad secular de la que también formamos parte. No aceptamos las nuevas catacumbas que algunas siglas políticas y sus terminales mediáticos nos imponen sin más, confinándonos allí como apestados, empujándonos a la inanidad muda e invisible.

Tenemos una andadura suficiente en el ámbito internacional y en el nacional que nos permite hacer un juicio sobre lo que no nos deja indiferentes. Salvados los aciertos que hayan tenido lugar, me pesan en mi conciencia ciudadana y en mi alma cristiana lo que, en estos años llenos de sobresaltos, hemos podido contemplar con recortes que soslayan las libertades e imposiciones de una cosmovisión de la sociedad vinculante. Señalo algunas, sin moverme un reglamento de partido, ni un ideario protocolario, ni una intencionalidad de poder. No hay siglas políticas que me impelan a señalar como inadecuado o a desear como conveniente lo que ahora voy a decir. Mi única referencia es ese modo de ver las cosas, de acompañar las personas y de aspirar al bien social de un pueblo con el que escribo la historia, que tiene como referencia la vieja sabiduría bíblica, el ejemplo bondadoso del señor y la larga tradición cristiana forjadora de una cosmovisión reconocible en los santos que nos inspiran, y también están presentes los errores que nuestra fragilidad más los contradice en cuyas lecciones correctivas también hemos de aprender cada día.

En primer lugar, el valor máximo a la verdad ante la mentira que inunda los parlamentos y las arengas políticas. No una verdad demagógica tramposa, ni una posverdad amañada para engañar a mansalva, sino la verdad humilde y retadora, esa que nos hace libres, como dijo Jesús. Por eso soy crítico ante quien hace de la mentira su arma política y su modo de gobernanza. La sarta de mentiras personales e institucionales que hemos visto en estos años arrasa cualquier credibilidad en los labios mendaces que las proclaman, e imposibilitan prestar más atención a las trolas de trileros profesionales desembarcados en la política.

En segundo lugar, duelen las agendas ideológicas que con prisa zurupeta siembran confusión y fatal modificación en la humilde verdad antropológica de la ley natural, cuando hablamos de la vida en todos sus tramos y circunstancias, de la identidad de varón y mujer, imponiendo el despropósito abaratado del aborto como un derecho, la eutanasia como empujón matarife, la vida precaria a la intemperie sin encontrar trabajo o sin poder mantenerlo dignamente, o llegando a fin de mes cosidos de deudas. Otras leyes han puesto en la calle terroristas, abusadores y violadores destruyendo la antropología en torno al transgénero o a la disforia sexual. Jugar así a ser dioses arruina tantas vidas inocentes en nombre de las fantasías o frustraciones de quienes las promueven —y cuyas derivas no tienen vuelta atrás— como en otros países, donde los juguetones empezaron antes, ahora quisieran inútilmente remediar. Leyes sin demanda social ni debate sereno desde la medicina, antropología, la ética y la moral, para dar razones, acercar cautelas, prevenir errores y encauzar soluciones. Nos jugamos lo verdadero, bondadoso y bello, sin la trampa y el engaño dictado por una tropa ignorante y dictadora.

Luego hay un hecho que nos identifica como comunidad histórica, cuando llevamos juntos más de 500 años conviviendo con nuestras inevitables tensiones culturales y lingüísticas, pero enriqueciéndonos en la plural diversidad. Trastocar esta saludable convivencia con una dialéctica confrontadora deja pingües beneficios a sus fautores que viven de esto, pervirtiendo con una impostura subversiva y dañando el entendimiento fraterno, la mutua ayuda en tantos sentidos. Máxime cuando se pretende reescribir la historia que no sucedió más que en el imaginario de algunas derrotas y frustraciones, llegando a indultar o amnistiar como moneda de cambio para quienes insidian sediciosa y violentamente la convivencia social, cambiando las leyes y amañando los ámbitos judiciales.

3. La alternativa cristiana en la encrucijada de nuestra época

Escribo estas líneas desde Asturias, trasunto de perenne reconquista de lo que vale la pena no volver a perder ni descuidar. Son diferentes los turbantes de antaño ante las cosas que hogaño nos turban cuando la vida en todas sus fases: la familia y su tutela, la educación intervenida o la libertad cercenada se malvenden en almoneda abaratada. Decía William James Durant: «Una gran civilización no es conquistada desde fuera hasta que no se ha destruido a sí misma desde dentro». Esta frase que se dijo tiene una lucidez que espanta, es un diagnóstico de nuestra época y describe algunos de nuestros males cuando la dictadura del relativismo —como decía Benedicto XVI—, las ideologías liberticidas y la confusión líquida calculadamente propagada, como afirma Zygmund Bauman, hacen de la mentira frívola y mediocre el cauce de un ansia de poder que termina en corrupción y violencia. No quisiéramos ser conquistados por nadie, dialogando con todos, como repite el papa Francisco, pero desde una cultura del encuentro que no traicione ni disuelva la propia identidad, ofreciendo en la vida pública nuestra perspectiva cristiana, lo que se nos dio como herencia cultural y moral, eso que la Iglesia custodia, defiende, celebra y anuncia con apasionada pasión y creativa fidelidad.

Por este motivo —asomado a la atalaya de mi libertad, crítica y constructiva a la vez, desde mi conciencia ciudadana y mi referencia moral cristiana— emerge una duda y una preocupación al mismo tiempo. Cuando pensamos en un deseable cambio de gobernanzas que pusiera fin a estos dislates, ¿hablamos de una alternancia o de una alternativa? Porque venir más o menos a lo mismo, pero gestionado por otros fautores, sería lamentable su consecuencia en una nación como España, de tan precioso patrimonio cultural y moral en su larga andadura histórica.

No basta una alternancia, necesitamos una real alternativa sin palabras huecas o morosas que terminen dejando las cosas como están. Una alternativa en donde los cristianos no pedimos privilegios, sino libertad ante las infranqueables líneas rojas como la vida en todos sus escenarios: naciente, creciente y menguante; la verdad verificable en programas políticos que no mienten; la libertad religiosa y cultural; la soberana elección educativa de los padres para sus hijos; la historia no reescrita con memorias tendenciosas que reabren heridas; la convivencia sin confrontaciones que siembran la insidia y la violencia; el bien moral de la unidad de un pueblo con su historia, paisaje, lenguas y riquezas complementarias; el acompañamiento de personas vulnerables en su desamparo económico y social.

Para compilar este elenco no esgrimo citas bíblicas, ni concilios, ni referencias papales, ni documentos episcopales, sino la conciencia ciudadana con principios morales que bebe de esas fuentes cristianas, posicionándome crítica o esperanzadamente ante quienes se nos muestran como gestores de nuestra gobernanza. Ninguna sigla política nos representa, ni hemos delegado en ningún partido nuestra cosmovisión cristiana; pero hay grupos o personas que no deberían contar con nosotros ante sus ataques y contradicciones. Estamos ante un verdadero reto responsable en donde nos jugamos tanto, cuando hablamos de las raíces cristianas de nuestro viejo continente o de nuestra historia patria, y se nos impele a dar la batalla cultural necesaria que busca la gloria de Dios y la bendición de las personas. Porque este es el tablero de nuestra encrucijada en donde luchamos de la mejor manera y con el más valiente talante para evitar que nos den un insalvable jaque mate a nuestra cosmovisión y vivencia cristiana.

La esperanza despierta siempre lo más hermoso y encauza lo auténticamente viable. Y, como hemos visto a través de la historia, Dios hace surgir, en medio del escepticismo incrédulo o del cansancio cómodo y cobarde, una generación que acepta tener el oído en el corazón de Dios y el pulso en la historia de los hombres, como decía Joseph Kentenich. Es una manera de construir la ciudad en medio de la cual estamos como fermento en la masa, como humilde aportación cristiana en esta encrucijada. +Fr. Jesús Sanz Montes, OFM, arzobispo de Oviedo. Fuente: revistaestar.es Biografía: Fr. Jesús Sanz Montes, ofm Arzobispo de Oviedo

Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida

 






Domingo XX tiempo ordinario


Este fragmento, con el que concluye el "discurso del pan de vida", está ligado a todo cuanto el evangelista nos ha dicho precedentemente; sin embargo, el mensaje se hace aquí más profundo y se vuelve más sacrificial y eucarístico. Se trata de hacer sitio a la persona de Jesús en su dimensión eucarística. Jesús es el pan de vida no sólo por lo que hace, sino especialmente en el sacramento de la eucaristía, lugar de unidad del creyente con Cristo. Jesús-pan queda identificado con su humanidad, la misma que será sacrificada para salvación de los hombres en la muerte de cruz. Jesús es el pan -bien como Palabra de Dios o como víctima sacrificial- que se hace don por amor al hombre. La ulterior murmuración de los judíos: "Cómo puede éste darnos a comer su carne?" (v. 52), denuncia la mentalidad incrédula de quienes no se dejan regenerar por el Espíritu y no pretenden adherirse a Jesús.

        Jesús insiste con vigor exhortando a consumir el pan eucarístico para participar en su vida: "Yo os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros" (v. 53). Más aún, anuncia los frutos extraordinarios que obtendrán los que participen en el banquete eucarístico: quien permanece en Cristo y participa en su misterio pascual permanece en él con una unión íntima y duradera. El discípulo de Jesús recibe como don la vida en Cristo, que supera todas las expectativas humanas porque es resurrección e inmortalidad (vv. 39.54.58).

        Esta fue la enseñanza profunda y autorizada que dispensó Jesús en Cafarnaún. Sus características esenciales giran, más que sobre el sacramento en sí, sobre el misterio de la persona y de la vida de Jesús, que se va revelando de manera gradual. Ese misterio abarca en unidad la Palabra y el sacramento. La Palabra y el sacramento ponen en marcha dos facultades humanas diferentes: la escucha y la visión, que sitúan al hombre en una vida de comunión y obediencia a Dios.

 



¿Qué es lo que configura a un alma? Artículo.

En un determinado punto de su poema La hoja y la nube, Mary Oliver describe sus sentimientos mientras se halla ante la tumba de sus padres. Está considerando cómo tanto las virtudes como los defectos de sus progenitores influyeron en su vida. En estas, acaba la consideración con las siguientes palabras: 

Les doy -uno, dos, tres, cuatro- los besos de cortesía, de rendidas gracias.
Que duerman felizmente. Que se calmen.
Pero no les daré el beso de la complicidad.
No les daré la responsabilidad de mi vida.

¿Qué es lo que configura a nuestras almas? ¿Cuánto hay de misterio? ¿Cuánto hay de genética? ¿Cuánto hay de influencia de otros? ¿Cuánto hay de nuestra propia responsabilidad? Por ejemplo, cuando considero lo que ayudó a configurar mi propia alma, la influencia de mis padres sobresale manifiestamente.

Parte de mí es mi madre. Fue una persona sensible, alguien que en ocasiones era incapaz de decir no cuando se requería. Así que con frecuencia se encontraba desbordada y cansada. Hoy algunos dirían que no guardaba los límites convenientes. Tuvo dieciséis hijos. Sus críticos pueden dar por concluido su caso.

Era una persona generosa, siempre regalando cosas. Por eso, de niño, a veces me enfadaba con ella. Yo no quería una madre generosa; quería cosas. Pero lo que ella más pretendía era la armonía de su familia. La recuerdo rompiendo a llorar, un sábado por la mañana, mientras estaba limpiando la casa y tratando de mantener la paz y el orden en una familia que, en ese preciso día, estaba dominada por el desorden y las discusiones. Se nos quejó de lo defraudada que se sentía porque nuestra familia no era como la Sagrada Familia.

No, nosotros no éramos la Sagrada Familia y, en ocasiones, ella se sentía frustrada, no tanto con nosotros, sino con la simple insuficiencia de la vida. Al margen de esto, era una persona feliz, de espíritu más naturalmente animado que mi padre. Se daba al baile más fácilmente que él, lloraba más espontáneamente y, de niños, la relación con ella nos resultaba más fácil. Se tomaba la vida menos reflexivamente que él, aunque no tan a la ligera como suponíamos ingenuamente. Durante cierto periodo de su vida, mantuvo un diario que daba testimonio de haber pensado las cosas más profundamente de lo que habíamos supuesto.

Su anhelo más profundo era lograr un verdadero hogar, y en él se sintió feliz. Se encontró con mi padre. Desde poco después de encontrarse con él hasta el día en que él murió, vinieron a ser almas gemelas en el total sentido de esa palabra. Ella no tenía que revelarle sus secretos ni compartir con él sus frustraciones, ni tampoco él a la inversa. Ellos se entendían bien sin tener que darse explicaciones. En todos mis años de crecimiento, me es imposible recordar que tuvieran la menor desavenencia ni enfado entre sí.

Mi padre murió de cáncer, y ella, que se había mantenido fuerte hasta su muerte, murió tres meses después de pancreatitis y una soledad que nadie pudo curar. Hoy, algunas personas se fijarían en eso y dirían que ella era una co-dependiente. Pero ella se reiría y os diría que había logrado lo que siempre había deseado conseguir de la vida. Murió de tanto que echó en falta a mi padre; murió feliz. En eso, nos dejó algo que envidiar.

Yo soy hijo suyo y, cuando considero estas cosas, mi propia alma viene a ser un misterio menor, como también son mis luchas, mis defectos, mis anhelos y mis fuerzas. Incluso entiendo la razón de mi notable cansancio.

Y también, una buena parte de mí es mi padre. Hay mucho en mí que puede ser explicado por mis genes. Mi padre no se daba fácilmente a bailar, aunque era un hombre profundamente afectuoso. El baile resultaba demasiado público para él. Prefería expresar afecto en privado. Amaba a mi madre, a su familia y a casi todos, pero su manera no era pregonar esto públicamente. Había en esto una reticencia que a veces podía parecer frialdad, pero teníais que leer sus obras y sus ojos. Unas y otros contaban una historia diferente. Aborrecía todo exhibicionismo, le disgustaban las ceremonias largas y le repugnaban los baratos fastos públicos de cualquier cosa. Le molestaba también cualquier exceso. Sus maneras estaban regidas por la moderación, el adecuado comedimiento en todo. A nuestra familia le gusta ironizar diciendo que la moderación era su único exceso.

Él fue el inquebrantable e inflexible principio moral de mi educación: Se apenaba por todo lo que no marchaba correctamente en el mundo, y su paciencia no siempre soportaba la prueba. Yo tenía miedo a su mirada en aquellas ocasiones en las que lo defraudaba. Tenía miedo también -y todavía lo tengo- de defraudarlo alguna vez. Era una de las personas más morales que he conocido en la vida, y poseía un sexto sentido que era casi infalible. Discernía el bien del mal de una manera que yo era incapaz de dudar. Me instruía sobre eso, frecuentemente a pesar de mis protestas. Si al fin acabo en el infierno, no podré alegar ignorancia. Mi padre me equipó, en cuestión de fe y moral, para la vida. Pero tengo también los inconvenientes que vienen con eso: sus defectos, mezclados con los míos.

Así que gran parte de lo que somos, nuestras fuerzas y debilidades, hincan sus raíces en nuestra educación; pero, así y todo, somos responsables de nuestras propias vidas.  Ron Rolheiser OMI (Trad. Benjamín Elcano, cmf). Fuente: Ciudad Redonda.org

El que come de este pan vivirá siempre.

 



Domingo XIX tiempo ordinario


Las precedentes revelaciones de Jesús sobre su origen divino -"Yo soy el pan de vida" (v. 35) y "yo he bajado del cielo" (v. 38)- habían provocado el disentimiento y la protesta entre la muchedumbre, que empieza a murmurar y se muestra hostil. Es demasiado duro superar el obstáculo del origen humano de Cristo y reconocerle como Dios (v. 42). Jesús evita entonces una discusión inútil con los judíos y les ayuda a reflexionar sobre su dureza de corazón, enunciando las condiciones necesarias para creer en él.

La primera es ser atraídos por el Padre (v. 44), don y manifestación del amor de Dios a la humanidad. Nadie puede ir a Jesús si no es atraído por el Padre. La segunda condición es la docilidad a Dios (v. 45a). Los hombres deben darse cuenta de la acción salvífica de Dios respecto al mundo. La tercera condición es la escucha del Padre (v. 45b). Estamos frente a la enseñanza interior del Padre y a la de la vida de Jesús, que brota de la fe obediente del creyente a la Palabra del Padre y del Hijo.

Escuchar a Jesús significa ser instruidos por el mismo Padre. Con la venida de Jesús, la salvación está abierta a todos, pero la condición esencial que se requiere es la de dejarse atraer por él escuchando con docilidad su Palabra de vida. Aquí es donde precisa el evangelista la relación entre fe y vida eterna, principio que resume toda regla para acceder a Jesús. Sólo el hombre que vive en comunión con Jesús se realiza y se abre a una vida duradera y feliz. Sólo "el que come" de Jesús-pan no muere. Es Jesús, pan de vida, el que dará la inmortalidad a quien se alimente de él, a quien interiorice su Palabra y asimile su vida en la fe.


 



El camino menos transitado. Artículo.

«Dos caminos se bifurcaban en un bosque, y yo…

Tomé el menos transitado,
y eso ha marcado la diferencia».

La mayoría de nosotros estamos familiarizados con estas palabras de Robert Frost, que se han utilizado innumerables veces en discursos de graduación y de comienzo de curso y en otras charlas inspiradoras como un desafío a no limitarse a seguir a la multitud, sino a arriesgarse a llevar uno mismo y su soledad a un nivel superior. Pues bien, Jesús nos ofrece esa misma invitación a diario, mientras nos asomamos a dos caminos muy diferentes.

En el Sermón de la Montaña, Jesús resume muchas de sus enseñanzas clave. Sin embargo, es fácil malinterpretarlas y racionalizarlas. La mayoría de las veces no captamos lo que está al frente y en el centro de esas enseñanzas, es decir, cómo nuestra virtud debe ser más profunda que la de los escribas y los fariseos. ¿De qué se trata?

La mayoría de los escribas y fariseos eran personas buenas, sinceras, comprometidas, religiosas y de gran virtud. Cumplían los Mandamientos y eran mujeres y hombres que practicaban una estricta justicia. Eran justos con todos y, de hecho, se mostraban extra gentiles y generosos con los extraños. Entonces, ¿qué le falta a esto? Bueno, por muy bueno que sea, no llega lo suficientemente lejos. ¿Por qué?

Porque se puede ser una persona íntegra moralmente, plenamente justa y generosa, y seguir siendo odioso, vengativo y violento, porque esto todavía se puede hacer en justicia. En la justicia estricta puedes odiar a alguien que te odia, puedes vengarte cuando te hacen daño y puedes aplicar la pena capital. Ojo por ojo.

Pero, al hacer eso, sigues haciendo lo que es natural. Es natural amar a quien te ama, como es natural odiar a quien te odia. La verdadera virtud pide más que eso. Jesús nos invita a algo más elevado. Nos invita a amar a los que nos odian, a bendecir a los que nos maldicen, a no buscar nunca la venganza y a perdonar a los que nos matan, incluso a los asesinos en masa.

Hay que reconocer que no es un camino fácil. Casi todos nuestros instintos naturales se resisten a ello. ¿Cuál es nuestra reacción espontánea cuando nos hacen daño? Nos sentimos vengativos. ¿Cuál es nuestra reacción natural cuando nos enteramos de que han matado al autor de un asesinato masivo? Nos sentimos aliviados. ¿Cuál es nuestra reacción natural cuando ejecutan a un asesino impenitente? Nos sentimos felices de que haya muerto; y no podemos evitar esa reacción. Tenemos la sensación de que se ha hecho justicia. Algo se ha enderezado en el universo. Nuestra indignación moral se ha apaciguado. Hay un cierre.

¿O no? La verdad es que no. Lo que sentimos más bien es una liberación emocional, una catarsis; pero hay una gran diferencia entre la catarsis y el verdadero cierre. Aunque la liberación emocional puede ser incluso sana psicológicamente, estamos invitados (por Jesús y por todo lo que hay de más elevado en nuestro interior) a algo más, a un camino más allá de sentir la liberación emocional, a saber, el camino menos transitado hacia la compasión amplia, la comprensión y el perdón.

Para evaluar esto, puede ser útil observar cómo el Papa Juan Pablo II abordó la cuestión de la pena capital. Fue el primer Papa en los dos mil años de historia de la Iglesia que se pronunció en contra de la pena capital. Curiosamente, no dijo que fuera mala. De hecho, en estricta justicia puede aplicarse. Lo que dijo fue simplemente que no debemos hacerlo porque Jesús nos invita a otra cosa, a saber, a perdonar a los asesinos.

Es más fácil decirlo que hacerlo. Cuando oigo hablar de un tiroteo masivo, mis pensamientos y sentimientos no se dirigen naturalmente hacia la comprensión y la empatía por el tirador. No me angustio por lo que debe haber sufrido para atreverse a hacer algo así. No siento compasión de forma natural por aquellos que, debido a una salud mental frágil o quebrantada, podrían hacer algo así. Más bien mis emociones me ponen naturalmente en el camino más transitado, diciéndome que se trata de un ser humano terrible que merece morir. La empatía y el perdón no son lo primero que me encuentro en estas situaciones. Lo hacen los sentimientos de odio y venganza.

Sin embargo, ese es el camino de nuestras emociones, el camino más transitado. Es comprensible. ¿Quién quiere sentir compasión por un asesino, un maltratador, un matón?

Pero eso son sólo nuestras emociones desahogándose. Algo más dentro de nosotros nos llama siempre a lo que es más elevado, es decir, a la empatía y la comprensión a las que Jesús nos invita en elSermón de la Montaña. Amad a los que os odian. Bendecid a los que os maldicen. Perdonad a los que os asesinan.

Además, tal virtud no es algo que alcancemos de una vez por todas. No. La fe funciona así: unos días caminamos sobre el agua y otros nos hundimos como una piedra.

Así que, como Robert Frost, un día cualquiera me encuentro donde se bifurcan dos caminos. Uno, el camino más transitado, me invita a recorrer el camino del odio, la venganza y el sentimiento de ser una víctima; el otro, el camino menos transitado, me invita a recorrer el camino de una compasión más amplia, la empatía y el perdón.

¿Cuál tomo? A veces uno, a veces el otro; aunque siempre sé a cuál me invita Jesús.  Ron Rolheiser OMI (Trad. Benjamín Elcano, cmf). Fuente: Ciudad Redonda.org / Artículo original en Inglés

La ilusión de nuestra propia bondad. Artículo.

Una de las grandes tragedias de toda la literatura es la historia bíblica de Saúl. Saúl es peor que Hamlet. Hamlet, al menos, tenía buenas razones para el desastre que le sobrevino. A Saúl, dados los dones con los que empezó, le debería haber ido mucho mejor.

Su historia comienza con el anuncio de que en todo Israel nadie se le podía comparar en altura, fuerza, bondad o aclamación. Líder natural, príncipe entre sus iguales, su carácter extraordinario fue reconocido y proclamado por el pueblo. El comienzo de su historia es propio de los cuentos de hadas. Y así continúa durante un tiempo.

Sin embargo, llega un momento en el que las cosas empiezan a torcerse. Ese momento fue la llegada a escena de David, un hombre más joven, más guapo, más dotado y más aclamado. Los celos se apoderan de Saúl y la envidia lentamente convierte su alma en veneno. Al mirar a David, solo ve una popularidad que eclipsa la suya, no la bondad de otro hombre ni cómo esa bondad puede ser un regalo para el pueblo. Se vuelve amargado, mezquino, frío e intenta matar a David. Finalmente, muere por su propia mano, un hombre enfadado que ha caído muy lejos de la bondad de su juventud.

¿Qué ha ocurrido aquí? ¿Cómo es que alguien que tiene tanta bondad, talento, poder y bendiciones se convierte en un hombre enojado y mezquino que se suicida por decepción? ¿Cómo sucede esto?

La difunta Margaret Laurence, en una brillante y oscura novela, El ángel de piedra, nos ofrece una interesante descripción de cómo puede suceder exactamente esto. Su personaje principal, Agar Shipley, tiene cierto paralelismo con el Saúl bíblico.

Pero, para la mayoría de nosotros, mientras esto sucede, seguimos siendo personas buenas y generosas, salvo que somos más cáusticos, cínicos y críticos de lo que éramos antes. Seguimos siendo buenas personas, pero nos quejamos demasiado, nos compadecemos demasiado de nosotros mismos y maldecimos más que bendecimos a quienes nos han sustituido en juventud, popularidad y estatus.

De ahí que una de las tareas humanas y espirituales preeminentes en la segunda mitad de la vida sea precisamente reconocer esta envidia, esta fealdad, dentro de nosotros mismos y volver de nuevo al amor y a la frescura de nuestra juventud, revirginizarnos, llegar a una segunda ingenuidad y comenzar de nuevo a regalar a los demás, especialmente a los jóvenes, la mirada de la admiración.

Al comienzo del Apocalipsis, el autor, hablando con la voz de Dios, nos da este consejo, al menos a los que ya hemos pasado la flor de la juventud: «He visto cuánto trabajas. Reconozco tu generosidad y todo el buen trabajo que haces. Pero tengo esto contra ti: ¡tienes menos amor ahora que cuando eras joven! Vuelve atrás y mira desde dónde has caído».

Tal vez queramos escuchar esas palabras de la Escritura antes de que las oigamos de boca de alguna jovencita que le dice a su madre que una persona vieja, amargada y fea está en la puerta. Ron Rolheiser OMI (Trad. Benjamín Elcano, cmf). Fuente: Ciudad Redonda.org / Artículo original en Inglés

Yo soy el pan de vida.

 


Domingo XVIII tiempo ordinario


 Tras la multiplicación de los panes, el evangelista Juan alude a la búsqueda de Jesús por parte de la muchedumbre. Lo encuentran junto a Cafarnaún y le dirigen esta pregunta: "Maestro, cuándo has llegado aquí?" (v. 25). Jesús no responde a lo que le preguntan, pero revela las verdaderas intenciones que han impulsado a la gente a buscarle, desenmascarando una mentalidad demasiado material (v. 26). Todos siguen a Jesús por el pan material, sin comprender la señal hecha por el profeta.

Buscan más las ventajas materiales y pasajeras que las ocasiones de adhesión y de amor. Ante esta ceguera espiritual, Jesús proclama la diversidad que existe entre el pan material y corruptible y ese otro "que da la vida eterna" (v. 27). Invita a la gente a superar el estrecho horizonte en el que vive, para pasar a la fe. Los interlocutores de Jesús le preguntan entonces: "Qué debemos hacer para actuar como Dios quiere?" (v. 28). Jesús exige una sola cosa: la adhesión al plan de Dios, es decir, "lo que Dios espera de vosotros es que creáis en aquel que él ha enviado" (v. 29).

La muchedumbre no está satisfecha (v. 30). El milagro de los panes no es suficiente; quieren un signo particular y más estrepitoso, el nuevo milagro del maná (cf. Sal 78,24), para reconocer al profeta de los tiempos mesiánicos.

Jesús, en realidad, da verdaderamente el nuevo maná, porque su alimento es muy superior al que comieron los padres en el desierto: él da a todos la vida eterna. Pero sólo el que tiene fe puede recibir ese don. El verdadero alimento no está en el don de Moisés ni en la ley, sino en el don del Hijo, que el Padre ofrece a los hombres, porque él es "el verdadero pan del cielo" (v. 33). La muchedumbre parece haber comprendido: "Señor, danos siempre de ese pan" (v. 34). Pero, en realidad, no comprende el valor de lo que pide y anda lejos de la verdadera fe. Entonces Jesús, evitando todo equívoco, precisa: " Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no volverá a tener hambre" (v. 35). Él es el don amoroso hecho por el Padre a cada hombre. Él es la Palabra que han de creer: quien se adhiere a él da un sentido a su propia vida y consigue su propia felicidad.