Oda a la iglesia

Carlo Carreto fue un monje italiano que murió en 1988. Durante muchos años, vivió como eremita en el desierto del Sahara, tradujo las Escrituras a la lengua tuareg y, desde la soledad del desierto, escribió algunos extraordinarios libros espirituales. Sus escritos y su fe fueron especiales  porque tenían una rara capacidad para combinar una casi infantil piedad con (cuando era necesaria) una iconoclasia arrasadora. Amaba profundamente a la iglesia, pero no cerraba los ojos a sus faltas y negligencias, y no tenía miedo de señalar esos defectos.
Siendo de edad avanzada, cuando su salud le obligó a abandonar el desierto, se retiró a una comunidad religiosa en su nativa Italia. Estando allí, a edad avanzada, leyó un libro escrito por un ateo que le pedía cuentas  a Jesús acerca de una frase del Sermón de la Montaña, donde éste dice: “Buscad y hallaréis”, queriendo decir, por supuesto, que, si buscas a Dios con un corazón honrado, lo encontrarás. El ateo había titulado el libro “Busqué y no encontré “, arguyendo desde su propia experiencia que un corazón honrado puede buscar a Dios y volver de vacío.
Carreto le replicó con un libro titulado: “Busqué y encontré”. Para él, el consejo de Jesús resultaba verdadero. En su propia búsqueda, a pesar de observar muchas cosas que podían indicar la ausencia de Dios, él encontró a Dios. Pero admite las dificultades, y una de esas dificultades es, a veces, la iglesia. La iglesia puede -y a veces lo hace, por su pecado- hacer difícil a algunos creer en Dios. Carreto lo admite con desarmada honradez, pero arguye que esto no es el cuadro completo.
De aquí que su libro combine su profundo amor por su fe y su iglesia con su negativa a no cerrar los ojos a las muy verdaderas faltas de los cristianos y las iglesias. En un lugar del libro, da voz a algo que podría ser descrito como una Oda a la Iglesia. Está escrita así:
¡Cuánto debo criticarte, iglesia mía; y aun así, cuánto te amo!
Cuánto me has hecho sufrir; y aun así, cuanto te debo.
Me gustaría verte destruida; y aun así, necesito tu presencia.
Tú me has dado mucho escándalo; y aun así, tú sola me has hecho entender la santidad.
Nunca en este mundo he visto nada más oscurantista, más comprometido, más falso; y aun así, nunca en este mundo he tocado nada más puro, más generoso y más bello.
Muchas veces he sentido como cerrarse de golpe la puerta de mi alma en tu rostro; y aun así, ¡cuántas veces he rogado que yo pudiera morir en tus seguros brazos!
No, no puedo estar libre de ti, porque soy uno contigo, aun cuando no completamente tú.
Entonces, pues, ¿a dónde iría? ¿A construir otra iglesia?
Pero no puedo construir otra sin los mismos defectos, porque son mis  propias derrotas las que llevo conmigo.
Y de nuevo, si construyo una, será mi Iglesia, ya no la de Cristo.
No, soy suficientemente viejo para saber que no soy mejor que otros.
No abandonaré esta Iglesia, edificada sobre tan frágil roca, porque estaría edificando otra sobre una roca aún más frágil: sobre mí mismo.
Y entonces, ¿qué hacen al caso las rocas?
Lo que importa es la promesa de Cristo, lo que importa es la argamasa que une las rocas en una sola: el Espíritu Santo. Sólo el Espíritu Santo puede construir la Iglesia con piedras tan defectuosamente talladas como somos nosotros.
Esta es una expresión de una fe madura, una fe que no sea tan romántica e idealista que necesite ser defendida del lado más oscuro de las cosas, una que sea suficientemente real como para no ser tan cínica que se ciegue a la evidente bondad que también emana de la iglesia. Verdaderamente, la iglesia es a la vez horriblemente comprometida y admirablemente llena de gracia. Unos ojos honrados son capaces de ver las dos. Un corazón maduro es capaz de aceptar las dos. Los niños y novatos necesitan estar defendidos del lado oscuro de las cosas; los adultos escandalizados necesitan tener sus ojos abiertos a la evidente bondad que está también ahí.
Muchos han abandonado la iglesia porque ésta los ha escandalizado por sus habituales pecados, ciegas deshonras, defensas, naturaleza auto-interesada y arrogancia. Las recientes revelaciones (nuevamente) de abusos sexuales cometidos por sacerdotes y encubiertos por las autoridades de la iglesia han dejado a mucha gente preguntándose si pueden volver alguna vez a confiar en la estructura de la iglesia, los  ministros y las autoridades. Para muchos, este escándalo parece demasiado fuerte de digerir.
La oda de Carlo Carretto -creo yo- puede ayudarnos a todos nosotros, tanto escandalizados como piadosos. A los piadosos les puede mostrar cómo uno puede aceptar a la iglesia a pesar de su pecado y cómo la negación de ese pecado no es lo que el amor y la lealtad reclaman. A los escandalizados les puede ser un desafío para que los árboles no les impidan ver el bosque, para no dejar de ver que, en la iglesia, la flaqueza y el pecado, aunque reales, trágicos y escandalosos, nunca eclipsan la sobreabundante gracia de Dios, que vivifica.
Ron Rolheiser (Trad. Benjamin Elcano, cmf) - Lun