Conmemoración de todos los Fieles Difuntos (2 de Noviembre)

Ayer celebrábamos a los santos. Todos los Santos de la historia de la Iglesia. Pero hoy celebramos a los difuntos, y estos son como más nuestros. La mente y el recuerdo se nos van a nuestros difuntos, los que hemos conocido, los que han sido de nuestra familia, los que han formado parte de nuestra historia personal. Con ellos hablamos, tuvimos relación. Quizá hasta nos enfadamos y discutimos. Son nuestros difuntos. Y cuando murieron, un poco de nosotros mismos, de nuestra historia, de nuestro ser, murió con ellos. 

      Es una memoria agradecida. La relación con nuestros difuntos, de los que nos acordamos, fue una relación de cariño. Hasta podríamos decir que esa relación no solo fue, sino que es. Está presente en nuestros corazones y en nuestras mentes. Nos acordamos de ellos. No se trata sólo de que tengamos su foto en la cartera. Ellos están con nosotros. Es otra forma de presencia. 

      Es una memoria dolorosa. Porque su partida nos dejó marcados. Un trozo de nuestra propia y personal historia se fue con ellos. Alguien que formaba parte de nosotros, de nuestro yo, se fue y nos dejó más solos. Desde entonces experimentamos con más fuerza esa soledad que forma parte intrínseca de la vida de toda persona. Nos sentimos huérfanos porque ellos cuidaban de nosotros, su amistad y su cariño nos mantenía firmes y nos ayudaba a vencer las dificultades de la vida. Nos hemos quedado más solos y lo sentimos. 

      Es una memoria esperanzada. Porque desde la fe creemos que esta vida no termina en  estos límites que impone la duración de nuestro cuerpo. La fe en Jesús nos invita a mirar más allá del horizonte de la muerte. No sabemos bien cómo pero creemos que hay vida más allá de la muerte. Estamos convencidos de que tanto amor, tanta amistad, tanto cariño, no puede desaparecer de golpe. Que Jesús resucitó es la afirmación más importante de nuestra fe. Desde ella todo el Evangelio cobra sentido. Amar, servir, entregarse por los demás, tiene un sentido nuevo. Nada es en vano. Nos encontraremos más allá –no sabemos de qué manera– y ese amor, esa amistad, ese cariño llegará a su plenitud. 

      Por eso, hoy recordamos a nuestros difuntos. Y, aunque nos duela su memoria y su recuerdo, sabemos que la vida de Dios es más fuerte que la muerte. Cuando escuchamos el mandato evangélico de amarnos unos a otros, sabemos que ese amor no se perderá. Porque Dios es amor y es vida. Y nosotros mantenemos alta la mirada y firme la esperanza. Aunque nos duela el recuerdo de nuestros seres queridos. Fuente: Evangelio del día. Ciudad Redonda.org

Ante la muerte se impone el silencio, ese silencio que, haciéndonos entrar en el diálogo de la eternidad y revelándonos el lenguaje del amor, nos pone en una comunicación profunda con este insondable misterio. Existe un vínculo fortísimo entre aquellos que han dejado de vivir en el espacio y en el tiempo y los que se encuentran aún inmersos en ellos. Si bien la desaparición física de las personas queridas nos hace sufrir su inalcanzable lejanía, mediante la fe y la oración experimentamos una más íntima comunión con ellos. Cuando parece que nos dejan es en realidad el momento en el que se establecen más firmemente en nuestra vida: siguen estando presentes en nosotros, forman parte de nuestra interioridad, los encontramos en esa patria que ya llevamos en el corazón, allí donde habita la Trinidad.

San Pablo nos anima a vivir de una manera positiva el misterio de la muerte, haciéndole frente día tras día, aceptándola como una ley de la naturaleza y de la gracia, para ser despojados progresivamente de lo que debe perecer hasta encontrarnos ya milagrosamente transformados en aquello en que debemos convertirnos. La "muerte cotidiana" se revela así más bien como un nacimiento: el lento declinar y el ocaso desembocan en un alba luminosa. Todos los sufrimientos, las fatigas y las tribulaciones de la vida presente forman parte de este necesario, de este cotidiano morir, a fin de pasar a la vida inmortal. Debemos vivir fijando nuestra mirada en el objeto de la bienaventurada esperanza, apoyándonos únicamente en la fidelidad del Señor, que nos ha prometido la eternidad.

Si vivimos así, cuando lleguemos al ocaso de esta vida no veremos caer las tinieblas de la noche, sino que aparecerá ante nosotros -una expectativa sorprendente, no obstante-, el alba de la eternidad y tendremos la inefable alegría de sentirnos una sola cosa con el Señor.

Después de una larga fatiga seremos plenamente suyos y esa pertenencia será plenitud de bienaventuranza en la visión cara a cara.

Señor, cada día se eleva desde la tierra una acongojada oración por aquellos que han desaparecido en el misterio: la oración que pide reposo para el que expía, luz para el que espera, paz para quien anhela tu amor infinito.

Descansen en paz: en la paz del puerto, en la paz de la meta, en tu paz, Señor. Que vivan en tu amor aquellos a los que he amado, aquellos que me han amado. No olvides, Señor, ningún pensamiento de bien que me haya sido dirigido, y el mal, oh Padre, olvídalo, cancélalo.

A los que pasaron por el dolor, a los que parecieron sacrificados por un destino adverso, revélales, contigo mismo, los secretos de tu justicia, los misterios de tu amor. Concédenos esa vida interior para que en la intimidad nos comuniquemos con el mundo invisible en el que están: con ese mundo fuera del tiempo y del espacio que no es lugar, sino estado, y no está lejos de nosotros, sino a nuestro alrededor; que no es de muertos, sino de vivos (Primo Mazzolari).

Señor, Señor Jesús, tú eres la vida eterna de la patria verdadera y eterna, puesto que tú nos la has procurado.

Tú eres la lámpara de la casa paterna que ilumina suavemente, tú eres el sol de la justicia en la tierra, tú eres el día que no llega nunca al término, tú eres el lucero del alba. Allí sólo tú eres el templo, el sacerdote y la víctima.

Tú sólo el rey y el jefe, el Señor y el maestro; tú eres el sendero de la unificación, tú eres el manantial y la paz, tú eres la dulzura infinita. Allí todos los que te pertenecen te siguen, y tú estás siempre, no te vas nunca, diriges la casta danza sobre los prados de la alegría...

Por eso, cuando se despierta en nosotros la nostalgia de la vida eterna, de la patria verdadera, de la comunión con todos los santos allá arriba en la ciudad que está sobre los montes elevados, entonces debemos convertirnos aquí abajo en humildemente pequeños en la casa del Señor, debemos cargar sobre nosotros la aflicción junto con nuestra Madre dolorosa, la Iglesia (Quodvultdeus de Cartago, cit. en K. Rahner, Mater Ecclesiae).

No se debe morir cuando se ama. La familia no debería conocer la muerte. Se unen para la eternidad, y para la eternidad dan la vida a otras personas. La muerte no es sólo el huésped que no se puede evitar. Se podría decir que es un miembro de la familia, un miembro celoso que, cuando llega, aleja a otros.

Sea quien sea la persona que veamos alejarse, la vida queda cambiada. Toda muerte lacera la carne común. La familia, precisamente porque es preparación para la vida, es también preparación para la muerte, y en esta cita común con el misterio no es posible saber quién será llamado el primero.

Por qué no se nos permite morir al mismo tiempo? Éste sería el deseo más vivo del amor, una nueva bendición nupcial a la que consentiríamos con alegría. Pero ese caso es muy raro. La Providencia tiene otros fines. Algunos de ellos son evidentes, otros se nos escapan. Por eso es difícil la fe. Nos creemos víctimas de la fatalidad, y no pensamos que, también con la muerte, sigue siendo el amor un don insigne. En una casa hay desgracias mucho más graves que la muerte. !Cuántas tragedias ocurren sin que nadie haya desaparecido, y cuánta ternura conservada en ausencia de las personas queridas!

La muerte no es siempre una enemiga. Mientras la padece, el amor es capaz de vencerla. Vivir significa con frecuencia separarse; morir significa, en cambio, reunirse. No es una paradoja: para aquellos que han llegado al amor más grande, la muerte es una consagración y no una ruptura. En el rondo, nadie muere verdaderamente, porque nadie puede salir de Dios. Ese que nos parece haberse detenido de improviso continúa su camino. Ha sido como pasar una página, mientras escribía su vida. De él hemos perdido lo que poseíamos de una manera temporal, pero se posee para la eternidad sólo lo que se ha perdido. La vida y la muerte no son más que aspectos diferentes de un único destino; cuando se entra en él con el corazón, ya no se distingue (A. G. Sertillanges). Gracias a:Santa Clara de Estella