San Alfonso María de Ligorio. 1 de agosto.

   San Alfonso es un napolitano maravilloso, y tanto en su vida como en su ingenio aflora más de una vez, e incluso con gran frecuencia, su llaneza con una frescura y una jovialidad increíbles.
   Quien le convierte en un santo pedante, petulante, aburrido, cruel, no le conoce ni de vista. Quien le convierte, en virtud de su moral, en una especie de casuista monomaniaco y sin aliento, no conoce a san Alfonso.
   Fue músico, pintor, poeta, un hombre de espíritu y de garbo, capaz de resolver una cuestión con una salida y de enderezar un mundo invertido con una sonrisa; tuvo algo de la dolorida profundidad de Vico y algo de la vivacidad profunda de Galiani.
   En sus acciones y en sus obras aparece siempre superior a lo que hace y a lo que dice, dueño de sí y de lo que trata. Entre las muchas vías abiertas que se presentan a quien actúa y escribe, toma siempre la suya propia, una que se abre a él por vez primera. Despierto, despejado, resuelto y resolutivo, sigue su camino sin la mínima vacilación, y este camino se abre a muchos.
   Por lo que respecta a la moral, sabido es que la Iglesia camina justamente por el camino abierto por san Alfonso. Por lo que respecta a la devoción, durante ciento cincuenta años cientos de miles de almas se han puesto a caminar por el camino trazado por Alfonso.
   Esta agilidad, gracia y sencillez hacen de él alguien cordialísimo, alguien al que se trata con placer. Habría que verlo. Habría que saber verlo y hacerlo ver entre los recuerdos que de él nos quedan, entre sus libros, en su correspondencia: hallaríamos gestos bellísimos y originales, reflexiones agudas y divertidas, fragmentos cálidos y brillantes, salidas de una milagrosa bonhomía y profundidad, tomaduras de pelo caritativas pero tremendas, réplicas vivaces y repentinas, como se da una bofetada a un bribón.
Frases:
Galería de 10 frases de amor a María.  Fuente: Aleteia
Sobre la oración:
01 – “El que ora se salva. El que no ora es condenado”.
02 – “Saber vivir es saber orar”.
03 – “La oración es el único camino para obtener la ayuda necesaria para la salvación”.
04 – “No hay medio más necesario y más eficaz para vencer las tentaciones contra la virtud angélica que el recurso inmediato a Dios a través de la oración”.
05 – “¿No puedes orar? ¿Qué mejor oración que mirar el crucifijo de vez en cuando y ofrecer los dolores que soportas, uniendo lo poco que sufres con los inmensos dolores de Jesucristo en la cruz?”.
06 – “Todos los que se salvan, hablando a los adultos, ordinariamente sólo pueden salvarse a sí mismos por medio de la oración”.
07 – “La gracia de orar se da normalmente a todos y, por medio de la oración, todos pueden obtener de Dios las demás ayudas necesarias para la salvación”.
08 – “Con la oración obtenemos el remedio de nuestra debilidad, porque, si le pedimos a Dios, obtendremos fuerza para hacer lo que no podemos”.
09 – “¡Hay tantas almas que pierden la gracia divina y siguen viviendo en el pecado y, finalmente, se condenan a sí mismas, porque no oraron y no acudieron a Dios en busca de ayuda!”.
10 – “De la oración depende nuestro cambio de vida, la superación de las tentaciones; de nosotros depende obtener el amor de Dios, la perfección, la perseverancia y la salvación eterna”. (EPC). Fuente.


San Ignacio de Loyola. Festividad 31 de julio.

San Ignacio nació probablemente en 1491, en el castillo de Loyola, en Azpeítia, población de Guipúzcoa, cerca de los Pirineos. Su padre, don Bertrán, era señor de Oñaz y de Loyola, jefe de una de las familias más antiguas y nobles de la región. Y no era menos ilustre el linaje de su madre, doña Marina Sáenz de Licona y Balda. Iñigo (pues ése fue el nombre que recibió el santo en el bautismo) era el más joven de los ocho hijos y tres hijas de la noble pareja. Iñigo luchó contra los franceses en el norte de Castilla. Pero su breve carrera militar terminó abruptamente el 20 de mayo de 1521, cuando una bala de cañón le rompió la pierna, durante la lucha en defensa del castillo de Pamplona. Después de que Iñigo fue herido, la guarnición española capituló. Los franceses no abusaron de la victoria y enviaron al herido en una litera al castillo de Loyola. Como los huesos de la pierna soldaron mal, los médicos juzgaron necesario quebrarlos nuevamente. Iñigo soportó estoicamente la bárbara operación, pero, como consecuencia, tuvo un fuerte ataque de fiebre con ciertas complicaciones, de suerte que los médicos pensaron que el enfermo moriría antes del amanecer de la fiesta de San Pedro y San Pablo. Sin embargo, Iñigo sobrevivió y empezó a mejorar, aunque la convalecencia duró varios meses. No obstante la operación, la rodilla rota presentaba todavía una deformidad. Iñigo insistió en que los cirujanos cortasen la protuberancia y, pese a que éstos le advirtieron que la operación sería muy dolorosa, no quiso que le atasen ni le sostuviesen y soportó la despiadada carnicería sin una queja. Para evitar que la pierna derecha se acortase demasiado, permaneció varios días con ella estirada mediante unas pesas. Con tales métodos, nada tiene de extraño que haya quedado cojo para el resto de su vida.

 Con el objeto de distraerse durante la convalecencia, Iñigo pidió algunos libros de caballería, a los que siempre había sido muy afecto. Pero lo único que se encontró en el castillo de Loyola fue una historia de Cristo y un volumen con vidas de santos. Iñigo los comenzó a leer para pasar el tiempo, pero poco a poco empezó a interesarse tanto que pasaba días enteros dedicado a la lectura. Y se decía: «Si esos hombres estaban hechos del mismo barro que yo, también yo puedo hacer lo que ellos hicieron». Inflamado por el fervor, se proponía ir en peregrinación a un santuario de Nuestra Señora y entrar como hermano lego a un convento de cartujos. Pero tales ideas eran intermitentes, pues su ansiedad de gloria y su amor por una dama, ocupaban todavía sus pensamientos. Sin embargo, cuando volvía a abrir el libro de las vidas de los santos, comprendía la futilidad de la gloria mundana y presentía que sólo Dios podía satisfacer su corazón. Las fluctuaciones duraron algún tiempo. Ello permitió a Iñigo observar una diferencia: en tanto que los pensamientos que procedían de Dios le dejaban lleno de consuelo, paz y tranquilidad, los pensamientos mundanos le procuraban cierto deleite, pero no le dejaban sino amargura y vacío. Finalmente, resolvió imitar a los santos y empezó por hacer toda la penitencia corporal posible y llorar sus pecados.

Una noche, se le apareció la Madre de Dios, rodeada de luz y llevando en los brazos a Su Hijo. La visión consoló profundamente a Ignacio. Al terminar la convalecencia, hizo una peregrinación al santuario de Nuestra Señora de Montserrat, donde determinó llevar vida de penitente. El pueblecito de Manresa está a tres leguas de Montserrat. Ignacio se hospedó ahí, unas veces en el convento de los dominicos y otras en un hospicio de pobres. Para orar y hacer penitencia, se retiraba a una cueva de los alrededores. Así vivió durante casi un año, pero a las consolaciones de los primeros tiempos sucedió un período de aridez espiritual; ni la oración, ni la penitencia conseguían ahuyentar la sensación de vacío que encontraba en los sacramentos y la tristeza que le abrumaba. A ello se añadía una violenta tempestad de escrúpulos que le hacían creer que todo era pecado y le llevaron al borde de la desesperación. En esa época, Ignacio empezó a anotar algunas experiencias que iban a servirle para el libro de los «Ejercicios Espirituales». Finalmente, el santo salió de aquella noche oscura y el más profundo gozo espiritual sucedió a la tristeza. AqueIla experiencia dio a Ignacio una habilidad singular para ayudar a los escrupulosos y un gran discernimiento en materia de dirección espiritual. Más tarde, confesó al P. Laínez que, en una hora de oración en Manresa, había aprendido más de lo que pudiesen haberle enseñado todos los maestros en las universidades. Sin embargo, al principio de su conversión, Ignacio era tan ignorante que, al oír a un moro blasfemar de la Santísima Virgen, se preguntó si su deber de caballero cristiano no consistía en dar muerte al blasfemo, y sólo la intervención de la Providencia le libró de cometer ese crimen.

En febrero de 1523, Ignacio partió en peregrinación a Tierra Santa. Pidió limosna en el camino, se embarcó en Barcelona, pasó la Pascua en Roma, tomó otra nave en Venecia con rumbo a Chipre y de ahí se trasladó a Jaffa. Del puerto, a lomo de mula, se dirigió a Jerusalén, donde tenía el firme propósito de establecerse. Pero, al fin de su peregrinación por los Santos Lugares, el franciscano encargado de guardarlos le ordenó que abandonase Palestina, temeroso de que los mahometanos, enfurecidos por el proselitismo de Ignacio, le raptasen y pidiesen rescate por él. Por lo tanto, el joven renunció a su proyecto y obedeció, aunque no tenía la menor idea de lo que iba a hacer al regresar a Europa. En 1524, llegó de nuevo a España, donde se dedicó a estudiar, pues «pensaba que eso le serviría para ayudar a las almas». Una piadosa dama de Barcelona, llamada Isabel Roser, le asistió mientras estudiaba la gramática latina en la escuela. Ignacio tenía entonces treinta y tres años, y no es difícil imaginar lo penoso que debe ser estudiar la gramática a esa edad. Al principio, Ignacio estaba tan absorto en Dios, que olvidaba todo lo demás; así, la conjugación del verbo latino «amare» se convertía en un simple pretexto para pensar: «Amo a Dios. Dios me ama». Sin embargo, el santo hizo ciertos progresos en el estudio, aunque seguía practicando las austeridades y dedicándose a la contemplación y soportaba con paciencia y buen humor las burlas de sus compañeros de escuela, que eran mucho más jóvenes que él.

Al cabo de dos años de estudios en Barcelona, pasó a la Universidad de Alcalá a estudiar lógica, física y teología; pero la multiplicidad de materias no hizo más que confundirle, a pesar de que estudiaba noche y día. Se alojaba en un hospicio, vivía de limosna y vestía un áspero hábito gris. Además de estudiar, instruía a los niños, organizaba reuniones de personas espirituales en el hospicio y convertía a numerosos pecadores con sus reprensiones llenas de mansedumbre. En aquella época, había en España muchas desviaciones de la devoción. Como Ignacio carecía de ciencia y autoridad para enseñar, fue acusado ante el vicario general del obispo, quien le tuvo prisionero durante cuarenta y dos días, hasta que, finalmente, absolvió de toda culpa a Ignacio y sus compañeros, pero les prohibió llevar un hábito particular y enseñar durante los tres años siguientes. Ignacio se trasladó entonces con sus compañeros a Salamanca. Pero pronto fue nuevamente acusado de introducir doctrinas peligrosas. Después de tres semanas de prisión, los inquisidores le declararon inocente. Ignacio consideraba la prisión, los sufrimientos y la ignominia corno pruebas que Dios le mandaba para purificarle y santificarle. Cuando recuperó la libertad, resolvió abandonar España. En pleno invierno, hizo el viaje a París, a donde llegó en febrero de 1528. Los dos primeros años los dedicó a perfeccionarse en el latín, por su cuenta. Durante el verano iba a Flandes y aun a Inglaterra a pedir limosna a los comerciantes españoles establecidos en esas regiones. Con esa ayuda y la de sus amigos de Barcelona, podía estudiar durante el año. Pasó tres años y medio en el Colegio de Santa Bárbara, dedicado a la filosofía. Ahí indujo a muchos de sus compañeros a consagrar los domingos y días de fiesta a la oración y a practicar con mayor fervor la vida cristiana. Pero el maestro Peña juzgó que con aquellas prédicas impedía a sus compañeros estudiar y predispuso contra Ignacio al doctor Guvea, rector del colegio, quien condenó a Ignacio a ser azotado para desprestigiarle entre sus compañeros. Ignacio no temía al sufrimiento ni a la humillación, pero, con la idea de que el ignominioso castigo podía apartar del camino del bien a aquéllos a quienes había ganado, fue a ver al rector y le expuso modestamente las razones de su conducta. Guvea no respondió, pero tomó a Ignacio por la mano, le condujo al salón en que se hallaban reunidos todos los alumnos y le pidió públicamente perdón por haber prestado oídos, con ligereza, a los falsos rumores. En 1534, a los cuarenta y tres años de edad, Ignacio obtuvo el título de maestro en artes de la Universidad de París.

Por aquella época, se unieron a Ignacio otros seis estudiantes de teología: Pedro Fabro, que era saboyano; Francisco Javier, un navarro; Laínez y Salmerón, que brillaban mucho en los estudios; Simón Rodríguez, originario de Portugal y Nicolás Bobadilla. Movidos por las exhortaciones de Ignacio, aquellos fervorosos estudiantes hicieron voto de pobreza, de castidad y de ir a predicar el Evangelio en Palestina, o, si esto último resultaba imposible, de ofrecerse al Papa para que los emplease en el servicio de Dios como mejor lo juzgase. La ceremonia tuvo lugar en una capilla de Montmartre, donde todos recibieron la comunión de manos de Pedro Fabro, quien acababa de ordenarse sacerdote. Era el día de la Asunción de la Virgen de 1534. Ignacio mantuvo entre sus compañeros el fervor, mediante frecuentes conversaciones espirituales y la adopción de una sencilla regla de vida. Poco después, hubo de interrumpir sus estudios de teología, pues el médico le ordenó que fuese a tomar un poco los aires natales, ya que su salud dejaba mucho que desear. Ignacio partió de París en la primavera de 1535. Su familia le recibió con gran gozo, pero el santo se negó a habitar en el castillo de Loyola y se hospedó en una pobre casa de Azpeitia.

Dos años más tarde, se reunió con sus compañeros en Venecia. Pero la guerra entre venecianos y turcos les impidió embarcarse hacia Palestina. Los compañeros de Ignacio, que eran ya diez, se trasladaron a Roma; Paulo III los recibió muy bien y concedió a los que todavía no eran sacerdotes el privilegio de recibir las órdenes sagradas de manos de cualquier obispo. Después de la ordenación, se retiraron a una casa de las cercanías de Venecia, a fin de prepararse para los ministerios apostólicos. Los nuevos sacerdotes celebraron la primera misa entre septiembre y octubre, excepto Ignacio, quien la difirió más de un año con el objeto de prepararse mejor para ella. Como no había ninguna probabilidad de que pudiesen trasladarse a Tierra Santa, quedó decidido finalmente que Ignacio, Fabro y Laínez irían a Roma a ofrecer sus servicios al Papa. También resolvieron que, si alguien les preguntaba el nombre de su asociación, responderían que pertenecían a la Compañía de Jesús (san Ignacio no empleó jamás el nombre de «jesuita», ya que originalmente fue éste un apodo más bien hostil que se dio a los miembros de la Compañía), porque estaban decididos a luchar contra el vicio y el error bajo el estandarte de Cristo. Durante el viaje a Roma, mientras oraba en la capilla de «La Storta», el Señor se apareció a Ignacio, rodeado por un halo de luz inefable, pero cargado con una pesada cruz. Cristo le dijo: "Ego vobis Romae propitius ero" (Os seré propicio en Roma). Paulo III nombró a Fabro profesor en la Universidad de la Sapienza y confió a Laínez el cargo de explicar la Sagrada Escritura. Por su parte, Ignacio se dedicó a predicar los Ejercicios y a catequizar al pueblo. El resto de sus compañeros trabajaba en forma semejante, a pesar de que ninguno de ellos dominaba todavía el italiano.

Ignacio y sus compañeros decidieron formar una congregación religiosa para perpetuar su obra. A los votos de pobreza y castidad debía añadirse el de obediencia para imitar más de cerca al Hijo de Dios, que se hizo obediente hasta la muerte. Además, había que nombrar a un superior general a quien todos obedecerían, el cual ejercería el cargo de por vida y con autoridad absoluta, sujeto en todo a la Santa Sede. A los tres votos arriba mencionados, se agregaría el de ir a trabajar por el bien de las almas adondequiera que el Papa lo ordenase. La obligación de cantar en común el oficio divino no existiría en la nueva orden, «para que eso no distraiga de las obras de caridad a las que nos hemos consagrado». La primera de esas obras de caridad consistiría en «enseñar a los niños y a todos los hombres los mandamientos de Dios». La comisión de cardenales que el Papa nombró para estudiar el asunto se mostró adversa al principio, con la idea de que ya había en la Iglesia bastantes órdenes religiosas, pero un año más tarde, cambió de opinión, y Paulo III aprobó la Compañía de Jesús por una bula emitida el 27 de septiembre de 1540. Ignacio fue elegido primer general de la nueva orden y su confesor le impuso, por obediencia, que aceptase el cargo. Empezó a ejercerlo el día de Pascua de 1541 y, algunos días más tarde, todos los miembros hicieron los votos en la basílica de San Pablo Extramuros.

Ignacio pasó el resto de su vida en Roma, consagrado a la colosal tarea de dirigir la orden que había fundado. Entre otras cosas, fundó una casa para alojar a los neófitos judíos durante el período de la catequesis y otra casa para mujeres arrepentidas. En cierta ocasión, alguien le hizo notar que la conversión de tales pecadoras rara vez es sincera, a lo que Ignacio respondió: «Estaría yo dispuesto a sufrir cualquier cosa por el gozo de evitar un solo pecado». Rodríguez y Francisco Javier habían partido a Portugal en 1540. Con la ayuda del rey Juan III, Javier se trasladó a la India, donde empezó a ganar un nuevo mundo para Cristo. Los padres Gonçalves y Juan Núñez Barreto fueron enviados a Marruecos a instruir y asistir a los esclavos cristianos. Otros cuatro misioneros partieron al Congo; algunos más fueron a Etiopía y a las colonias portuguesas de América del Sur. El Papa Paulo III nombró como teólogos suyos, en el Concilio de Trento, a los padres Laínez y Salmerón. Antes de su partida, san Ignacio les ordenó que visitasen a los enfermos y a los pobres y que, en las disputas se mostrasen modestos y humildes y se abstuviesen de desplegar presuntuosamente su ciencia y de discutir demasiado. Pero, sin duda que entre los primeros discípulos de Ignacio el que llegó a ser más famoso en Europa, por su saber y virtud, fue san Pedro Canisio, a quien la Iglesia venera actualmente como Doctor. En 1550, san Francisco de Borja regaló una suma considerable para la construcción del Colegio Romano. San Ignacio hizo de aquel colegio el modelo de todos los otros de su orden y se preocupó por darle los mejores maestros y facilitar lo más posible el progreso de la ciencia. El santo dirigió también la fundación del Colegio Germánico de Roma, en el que se preparaban los sacerdotes que iban a trabajar en los países invadidos por el protestantismo. En vida del santo se fundaron universidades, seminarios y colegios en diversas naciones. Puede decirse que san Ignacio echó los fundamentos de la obra educativa que había de distinguir a la Compañía de Jesús y que tanto iba a desarrollarse con el tiempo.

En 1542, desembarcaron en Irlanda los dos primeros misioneros jesuitas, pero el intento fracasó. Ignació ordenó que se hiciesen oraciones por la conversión de Inglaterra, y entre los mártires de Gran Bretaña se cuentan veintinueve jesuitas. La actividad de la Compañía de Jesús en Inglaterra es un buen ejemplo del importantísimo papel que desempeñó en la contrarreforma. Ese movimiento tenía el doble fin de dar nuevo vigor a la vida de la Iglesia y de oponerse al protestantismo. «La Compañía de Jesús era exactamente lo que se necesitaba en el siglo XVI para contrarrestar la Reforma. La revolución y el desorden eran las características de la Reforma. La Compañía de Jesús tenía por características la obediencia y la más sólida cohesión. Se puede afirmar, sin pecar contra la verdad histórica, que los jesuitas atacaron, rechazaron y derrotaron la revolución de Lutero y, con su predicación y dirección espiritual, reconquistaron a las almas, porque predicaban sólo a Cristo y a Cristo crucificado. Tal era el mensaje de la Compañía de Jesús, y con él, mereció y obtuvo la confianza y la obediencia de las almas» (cardenal Manning). A este propósito citaremos las instrucciones que san Ignacio dio a los padres que iban a fundar un colegio en Ingolstadt, acerca de sus relaciones con los protestantes: «Tened gran cuidado en predicar la verdad de tal modo que, si acaso hay entre los oyentes un hereje, le sirva de ejemplo de caridad y moderación cristianas. No uséis de palabras duras ni mostréis desprecio por sus errores». El santo escribió en el mismo tono a los padres Broet y Salmerón cuando se aprestaban a partir para Irlanda. Una de las obras más famosas y fecundas de Ignacio fue el libro de los «Ejercicios Espirituales». Empezó a escribirlo en Manresa y lo publicó por primera vez en Roma, en 1548, con la aprobación del Papa. Los Ejercicios cuadran perfectamente con la tradición de santidad de la Iglesia. Desde los primeros tiempos, hubo cristianos que se retiraron del mundo para servir a Dios, y la práctica de la meditación es tan antigua como la Iglesia. Lo nuevo en el libro de san Ignacio es el orden y el sistema de las meditaciones. Si bien las principales reglas y consejos que da el santo se hallan diseminados en las obras de los Padres de la Iglesia, san Ignacio tuvo el mérito de ordenarlos metódicamente y de formularlos con perfecta claridad. El fin específico de los Ejercicios es llevar al hombre a un estado de serenidad y despego terrenal para que pueda elegir «sin dejarse llevar del placer o la repugnancia, ya sea acerca del curso general de su vida, ya acerca de un asunto particular. Así, el principio que guía la elección es únicamente la consideración de lo que más conduce a la gloria de Dios y a la perfección del alma». Como lo dice Pío XI, el método ignaciano de oración «guía al hombre por el camino de la propia abnegación y del dominio de los malos hábitos a las más altas cumbres de la contemplación y el amor divino».

La prudencia y caridad del gobierno de san Ignacio le ganó el corazón de sus súbditos. Era con ellos afectuoso como un padre, especialmente con los enfermos, a los que se encargaba de asistir personalmente procurándoles el mayor bienestar material y espiritual posible. Aunque san Ignacio era superior, sabía escuchar con mansedumbre a sus subordinados, sin perder por ello nada de su autoridad. En las cosas en que no veía claro se atenía humildemente al juicio de otros. Era gran enemigo del empleo de los superlativos y de las afirmaciones demasiado categóricas en la conversación. Sabía sobrellevar con alegría las críticas, pero también sabía reprender a sus súbditos cuando veía que lo necesitaban. En particular, reprendía a aquéllos a quienes el estudio volvía orgullosos o tibios en el servicio de Dios, pero fomentaba, por otra parte, el estudio y deseaba que los profesores, predicadores y misioneros, fuesen hombres de gran ciencia. La corona de las virtudes de san Ignacio era su gran amor a Dios. Con frecuencia repetía estas palabras, que son el lema de su orden: «A la mayor gloria de Dios». A ese fin refería el santo todas sus acciones y toda la actividad de la Compañía de Jesús. También decía frecuentemente: «Señor, ¿Qué puedo desear fuera de Ti?» Quien ama verdaderamente no está nunca ocioso. San Ignacio ponía su felicidad en trabajar por Dios y sufrir por su causa. Tal vez se ha exagerado algunas veces el «espíritu militar» de Ignacio y de la Compañía de Jesús y se ha olvidado la simpatía y el don de amistad del santo por admirar su energía y espíritu de empresa.

Durante los quince años que duró el gobierno de san Ignacio, la orden aumentó de diez a mil miembros y se extendió en nueve países europeos, en la India y el Brasil. Como en esos quince años el santo había estado enfermo quince veces, nadie se alarmó cuando enfermó una vez más. Murió súbitamente el 31 de julio de 1556, sin haber tenido siquiera tiempo de recibir los últimos sacramentos. Fue canonizado en 1622, y Pío XI le proclamó patrono de los ejercicios espirituales y retiros.

El amor de Dios era la fuente del entusiasmo de Ignacio por la salvación de las almas, por las que emprendió tantas y tan grandes cosas y a las que consagró sus vigilias, oraciones, lágrimas y trabajos. Se hizo todo a todos para ganarlos a todos y al prójimo le dio por su lado a fin de atraerlo al suyo. Recibía con extraordinaria bondad a los pecadores sinceramente arrepentidos; con frecuencia se imponía una parte de la penitencia que hubiese debido darles y los exhortaba a ofrecerse en perfecto holocausto a Dios, diciéndoles que es imposible imaginar los tesoros de gracia que Dios reserva a quienes se le entregan de todo corazón. El santo proponía a los pecadores esta oración, que él solía repetir: «Tomad, Señor y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad. Vos me lo disteis; a vos Señor, lo torno. Disponed a toda vuestra voluntad y dadme amor y gracia, que esto me hasta, sin que os pida otra cosa». Fuente: http://evangeli.net/

Homilía en el funeral de Antonio Trevín. Jesús Sanz ofm. Arzobispo de Oviedo

Presentamos un magistral artículo sobre los rasgos humanos del fallecido (que nos ha elevado su persona por encima de su perfil político) y que en el aspecto religioso llena de sosiego y esperanza el momento al que todos estamos abocados.
Muy estimada Luisa y demás familiares de Antonio, sacerdotes concelebrantes, autoridades presentes, amigos y hermanos todos en el Señor. Que Dios llene de Paz vuestros corazones y acompañe nuestros pasos por los caminos del Bien.
No por esperada la noticia del fatal desenlace deja de flagelar nuestro sentimiento cuando llega el momento del temido adiós de alguien que has querido de veras. A diario hay un sinfín de esquelas sobre las que pasamos la mirada distraídos al final de los periódicos que leemos. Son anónimas para nosotros. Pero pierden su desinterés cuando ese nombre y apellidos, la edad que reseñan, y su apretada biografía coinciden con esa persona nuestra que tienen la sangre de nuestra familia, la solera de nuestra amistad, el respeto de nuestra admiración. De pronto se interrumpe esa relación familiar, amistosa y de reconocimiento social, cuando nos asomamos a ese tramo final de una vida que en un féretro nos reclama la última atención.
Atrás quedan tantas cosas vividas, compartidas, dialogadas o debatidas, sin que podamos prolongar un instante más lo que ha sido admirado en esa persona a través de los años que nos han podido acercar. Me vienen a la memoria las líneas con las que nuestro premiado escritor Javier Marías describía estos momentos: “Basta con echar un vistazo a la habitación del desaparecido para darse cuenta de cuánto ha quedado interrumpido y en vacuo, de cuánto pasa en un instante a resultar inservible y sin función: sí, la novela con su señal que ya no avanzará más páginas, pero también los medicamentos que de repente se tornan lo más superfluo de todo y que pronto habrá que tirar…; las gafas que a nadie más servirán y las ropas expectantes que permanecerán en su armario durante días o durante años, hasta que se atreva alguien a descolgarlas, bien armado de valor; la agenda en la que apuntaba sus citas y sus quehaceres no recorrerá ni una hoja más…Todos los objetos que hablaban se quedan mudos y sin sentido, es como si les cayera un manto que los aquieta y acalla haciéndoles creer que la noche ha llegado, o como si también ellos lamentaran la pérdida de su dueño y se retrajeran instantáneamente con una extraña conciencia de su desempleo o inutilidad, y se preguntaran a coro: ‘¿Y ahora qué hacemos aquí? Nos toca ser retirados. Ya no tenemos amo. Nos esperan el exilio o la basura. Se nos ha acabado la misión’” (J. Marías, Los enamoramientos. Pág. 45). Así de plástico y realista se dibuja el momento duro de un adiós.
Todos los aquí presentes hemos tenido que ajustar nuestras agendas en la medida de lo posible, para hacer hueco a una visita intrusa que nos ha secuestrado nuestros anotados compromisos desplazándolos irremediablemente. Por muchos motivos ha primado en esta decisión nuestro recuerdo agradecido hacia Antonio Trevín, su familia, sus amigos y sus compañeros. Yo lo he hecho con todo afecto, aunque me ha resultado complicado, pero en todos han ido pasando a un segundo plano nuestros quehaceres cotidianos. Es un rito que todos hacemos cada mañana según nos despertamos: damos por supuestas las cosas como si estuviera en nuestra mano fijar cumplida su cita según nuestro calendario y horario. Y sin embargo hay otra agenda que no cuenta con nosotros, que no tiene en cuenta nuestro reparto de amores, desamores, ilusiones soñadas y labores a destajo.
El corazón, como un imposible reproche ante el hecho de morir, nos impone de modo fiero esta última verdad: que no hemos nacido para la muerte. Lo decía humildemente ese poeta agnóstico italiano, Cesare Pavese: “¿por qué, si nadie me ha prometido nada, mi corazón no sabe dejar de esperar?”. El corazón tiene sus razones y expresa de tantos modos sus creencias en la intimidad de su silencio. Y es que, aun sabiendo que desde que nacemos, desde que somos incluso concebidos, tenemos ya edad para morir, algo muy nuestro se nos pone en pie para decir que no y rebelarnos. Pero es entonces cuando nuestro corazón se abre a Dios de mil maneras y encuentra precisamente en Él al mayor mentor de nuestros anhelos más sinceros. La muerte siempre nos pone ante el quicio de nuestra última batalla y nuestra última ilusión, que es capaz de provocarnos el llanto por un adiós que siempre juzgamos prematuro e inoportuno. Surgen entonces tantas cuestiones de las esenciales, que siquiera por un instante, nos ponen ante el espejo de la verdad. De una verdad desnuda y libre, que no tiene ya nada que vender, ni nada que conquistar, ni nada que defender, sino tan sólo ser, sencillamente ser.
Me gusta recordar que nuestra historia comienza según el relato del viejo Génesis como un apunte de extrema necesidad: que no es bueno que el hombre esté solo, porque Dios de quien somos imagen no es soledad. Para el encuentro nos creó Dios, en la armonía que une y funde nos soñó, para el amor puso en nosotros lo mejor de sí mismo: la luz de los ojos, la ternura de las manos, lo entrañable de la compasión, la sonrisa esperanzada, el llanto sereno, los latires del corazón.
Y si no es bueno que el hombre esté sólo, como documenta el relato del Génesis en el encuentro de un solitario Adán con una inmerecida Eva, ¿por qué, entonces, la belleza de este encuentro parece que queda fatalmente manchada y la bondad de este amor queda tan inútilmente envilecida?; ¿por qué este trance maldito, que nos parte y abruma, si todo nuestro ser clama por algo que no termine, por una unión que nada la separe, por un abrazo enamorado y amistoso que nadie ni nada pueda disolver?
¡Estas preguntas duelen de modo casi infinito cuando es alguien cercano y querido cuya separación nos las despierta y exalta! ¡Cómo salta fácil la tentación de refugiarse en un sollozo fugitivo, lejos de todos y hasta de uno mismo, cuando sentimos que el peso de este dolor nos supera y acorrala! ¿Será el camino la tristeza o la huida? ¿Nos devolverá el sosiego el mutismo o la blasfemia? ¿Será, acaso, la nostalgia de ese pasado vinculado al esposo o al amigo lo que nos alivie y devuelva la paz? Bien sabemos que no es así, que estamos ante un misterio ante el que no caben más palabras que nuestro silencio. Y esto es lo que explica que nos ayuntemos en momentos así, que nos miremos, que nos abracemos, sabiendo que el dolor no puede ser suplido por nadie, ni podemos arrancarlo, aunque queramos. Tan sólo podemos ofrecer una humilde compañía discreta y respetuosa, acompañándonos en el sentimiento. Pero ni siquiera la nobleza de este gesto tan lleno de humanidad es bastante para los creyentes. Y de esto habla la liturgia exequial, que con inmensa delicadeza trata de respetar el dolor debido, pero nos abre a la esperanza cierta. Así lo hemos escuchado en el Evangelio, cuando Jesús mismo quedó conmovido ante la muerte de su amigo Lázaro, poniendo en su propio llanto las lágrimas de Dios.
Conocí a Antonio a mi llegada a Asturias como nuevo Arzobispo. En la ronda de visitas institucionales, también acudí a la Delegación del Gobierno que en ese momento él dirigía. Recuerdo ese rasgo de bonhomía y de amable afabilidad que ayer y hoy tantos hemos podido describir como el perfil de este buen hombre que hacía fácil el diálogo franco, sincero el encuentro humano y respetuosa la legítima discrepancia. Se interesó por mi trayectoria, por mis estudios, por mis inquietudes y deseos al llegar a una tierra como Asturias tan marcada por la libertad, el compromiso social y la apertura de la comunidad cristiana en la construcción de la sociedad que nos queríamos dar.
Yo hice lo propio a su respecto, y también él se sinceró enseñándome sus cartas sin trampas en aquel inicio de una relación que se ha ido fraguando y consolidando con el paso de los años. Admiré su pasión por la alta política desde su clave socialdemócrata, su juicio mesurado sobre las cosas y el respetuoso parecer ante los propios y los adversarios. No siempre lo tuvo fácil. Y tanto más emerge su figura, cuando el talante humano y su perfil político se distancia de otros derroteros que en esos días tantos lamentan. Pero su compromiso sociopolítico tenía también otra peculiar referencia que nos hizo más cercanos, confidentes y hasta hermanos: su reconocible admiración por Jesús de Nazareth, y por la tradición cristiana en una Iglesia comprometida por los desfavorecidos en aras de la justicia genuina, la libertad auténtica, la verdad sin falacias y la sana igualdad. Valores todos ellos en los que alguien de su sensibilidad política podía nutrir con el bagaje de su fe indisimulada y confesada.
En esta celebración cristiana del funeral por Antonio Trevín, rezamos para que el abrazo del Señor haya sido como el Señor lo prometió y como él mismo lo fue acogiendo. Antonio me pedía que rezase por él en nuestras últimas comunicaciones. Y así lo hice con todo mi afecto. Los pésames pasarán, las coronas de flores marchitarán, incluso el dolor tan fresco y tan caliente se irá lentamente mitigando, quedando luego el recuerdo agradecido de quien no podemos ni queremos olvidar. Pero hasta que nos volvamos a encontrar para nunca más separarnos, mientras recorremos nuestro tramo, el asignado, caben los versos de nuestro poeta castellano que a modo de hasta luego nos regala en estos versos póstumos su creyente última voluntad:
Viví jugando a demasiadas cosas, a vivir, a soñar, a ser un hombre.
Tal vez nazca al morir, aunque me asombre, como nacen, soñándose, las rosas.
Dame tus manos misericordiosas para que el corazón se desescombre.
Dime si es cierto que, al pensar tu nombre, se vuelven las orugas mariposas.
Sé que los cielos estarán abiertos y aún más abierta encontraré la vida. Ya no seremos nunca más cautivos. Ganaremos, perdiendo, la partida.
Y, pues hemos vivido estando muertos, muriendo en luz despertaremos vivos.
Y entonces vio la luz. La luz que entraba por todas las ventanas de su vida.
Vio que el dolor precipitó la huida
y entendió que la muerte ya no estaba. Morir sólo es morir. Morir se acaba.
Morir es una hoguera fugitiva.
Es cruzar una puerta a la deriva
y encontrar lo que tanto se buscaba.
Acabar de llorar y hacer preguntas; ver al Amor sin enigmas ni espejos;
descansar de vivir en la ternura; tener la paz, la luz, la casa juntas
y hallar, dejando los dolores lejos,
la Noche-luz tras tanta noche oscura. (J.L. Martín DescalzoTestamento del pájaro solitario. Madrid 1991, 67. 101).
Sí, llegados a la orilla a la que Antonio ha llegado, veremos con los ojos de Dios, y nos amaremos con su pálpito, y no habrá luz de lámpara ni de sol, porque será Él quien nos alumbre (Apoc 22,3-5). Así, después de todas nuestras dudas, tras todos nuestros ensueños y harturas, cuando hayan terminado nuestros errores y certezas, también nosotros entraremos con los nuestros en la casa hermosa de nuestro único Padre, en la tierra de promesa, en el hogar dulce y apacible, donde serán secadas nuestras lágrimas, se nos quitarán todos nuestros lutos y seremos vestidos de danza y canto para una fiesta que no termina nunca (Salmo 29), donde sabremos que los besos y abrazos dados no se perderán ninguno, las palabras dichas encontrarán su significado y el testimonio de nuestra andadura será reconocido y pacificado. Descanse en paz Antonio, tu esposo, Luisa, y nuestro querido amigo entrañable. Este maestro de escuela, político y cristiano, nos ha dejado en su vida la mejor lección que ha podido regalarnos. Que la Santina le proteja en este su último viaje. El Señor os bendiga y os guarde.
Fr. Jesús Sanz Montes, ofmArzobispo de Oviedo

Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá.

 

Domingo XVII del Tiempo Ordinario

Jesús enseña a orar con el ejemplo {"estaba Jesús orando en cierto lugar...": v. 1) y con la palabra ("Cuando oréis, decid": v. 2). Nos introduce en el secreto de su relación filial con el Padre, revelándonos las grandes palabras sobre las que hemos de mantenernos en coloquio con él. En primer lugar, también nosotros podemos llamarle "Padre": por consiguiente, somos realmente sus hijos y podemos "acercarnos al trono de la gracia con plena confianza" (Heb 4,16), con una confianza aún más grande que la que tenemos en el padre que nos ha dado la vida natural ("... cuánto más el Padre celestial...": v. 13).

Santificar el "nombre" del Padre significa que Dios sea conocido y reconocido por lo que ha sido revelado. Pedir que venga el "reino" del Padre significa pedir que la humanidad sea gobernada por su gracia y por su Palabra, que difunde verdad, justicia, amor y paz. "Pan" es todo aquello que necesita el hombre para la vida del cuerpo y del espíritu. "Perdón": lo invocamos de Dios y nos comprometemos a darlo a los demás. "Ayuda en la tentación": forma parte de la vida espiritual; el mismo Jesús pasó por esta experiencia (Lc 4,lss), y por eso "está en condiciones de acudir en nuestra ayuda" (Heb 2,18; 4,15; 12,4-7).

Las dos breves parábolas presentan un mensaje común, un mensaje que se encuentra en el centro (v. 9): Jesús asegura que toda oración será escuchada, con tal de que por nuestra parte esté llena de confianza, como cuando nos dirigimos a nuestro padre (w. 11-13), y no adolezca -si hubiera necesidad- de insistencia (v. 8). "No molestes", responde el amigo (v. 7), pero después, ante la insistencia, cede: "... para que no venga a molestarme continuamente" (18,5), estalla el juez al hacer justicia a la viuda. Pero el Padre celestial, que sabe de qué tenemos necesidad, no nos da solamente "cosas buenas", sino también el don por excelencia, el Espíritu Santo, y además "pronto", siempre que se lo pidamos con fe (11,13; 18,8). Gracias a: Rezando Voy,Santa Clara de Estella y Ciudad Redonda

Fiesta de Santiago. Patrón de España.

Fiesta de Santiago

Apóstol / Siguió a Jesús / Resucitó el Señor
Evangelizador de España / Protomártir de los Apóstoles
Traslado de sus restos



El origen del primer itinerario cultural de Europa, el Camino de Santiago, está en Oviedo donde nació de la mano del rey Alfonso II el Casto, considerado el primer peregrino desde que en el año 834 fue hasta la localidad gallega, avisado por el obispo Teodomiro del “descubrimiento” de la tumba del apóstol.

Qué hacer cuando no se puede hacer nada. Artículo.

¿Qué hacer cuando una herida o una pérdida te dejan sin consuelo y no hay forma de cambiar la situación?

¿Y qué decir o hacer cuando intentas consolar a alguien que está completamente paralizado por el dolor? Por ejemplo, ¿qué se puede decir a alguien que está acompañando a un ser querido que muere joven? ¿O a alguien que acaba de perder a un ser querido por suicidio?

¿Qué se puede hacer o decir cuando no hay manera práctica de arreglar una situación rota?

El poeta Rainer Maria Rilke recibió una vez una carta de un hombre que acababa de perder a alguien muy querido. Estaba desesperado y buscaba algo que pudiera evitar que su corazón se rompiera del todo.

Rilke le respondió con estas palabras: “No tengas miedo de sufrir. Toma tu dolor y devuélvelo al peso de la tierra; las montañas son pesadas, los océanos son pesados.” (Sonetos a Orfeo)
Estas palabras recuerdan a un pasaje del Libro de las Lamentaciones (3,29), donde el autor sagrado dice que, a veces, lo único que se puede hacer es poner la boca en el polvo y esperar.

A veces, lo único que podemos hacer es poner la boca en el polvo y esperar.
A veces, debemos devolver el peso de nuestro dolor a la misma tierra.

Curiosamente, aceptamos estas palabras y la paciencia que implican cuando el dolor es físico. Por ejemplo, si tenemos un accidente y nos rompemos una pierna, por mucho que nos frustre, aceptamos que estaremos limitados durante semanas o meses, y que no se puede hacer nada más que dejar que el cuerpo sane. Sin embargo, con el dolor emocional o psicológico no solemos ser igual de pacientes. Cuando se nos rompe el corazón, queremos una solución rápida. No queremos tener el corazón en muletas ni en silla de ruedas durante semanas.

No todas las pérdidas ni todos los dolores son iguales. Hay pérdidas que, aunque duelen, ya traen consigo algo de consuelo. Por ejemplo, en el funeral de alguien que vivió bien, puede haber tristeza, pero también paz y agradecimiento por su vida.

Pero hay otras pérdidas que, durante un tiempo, no ofrecen consuelo alguno. Por más que uno escuche palabras llenas de fe, no logran aliviar el dolor. He visto esto, por ejemplo, en funerales de personas que murieron por suicidio. En esos momentos tan crudos, no hay palabra ni gesto que pueda levantar el corazón roto de quienes quedan. Las palabras de fe, aunque verdaderas y necesarias, sólo servirán más adelante. En ese momento no alcanzan.

Recuerdo un funeral de hace algunos años. La mujer a la que despedíamos había muerto de cáncer, joven todavía, con poco más de 50 años. Su esposo estaba destrozado. En la recepción después de la misa, un amigo cercano intentó animarlo diciéndole: “Ella está con Dios, está en un lugar mejor.” Y aunque este hombre era creyente y acababa de participar en una ceremonia llena de fe, respondió: “Sé que lo dices con buena intención, pero eso es lo último que necesito escuchar hoy.”

Las palabras de fe que decimos frente a la muerte o la pérdida son verdaderas. Esa mujer seguramente estaba en un lugar mejor. Pero cuando el dolor está tan vivo, las palabras no llegan al corazón.

Entonces, ¿qué podemos ofrecer a quienes atraviesan ese dolor? ¿Qué pueden ofrecer otros cuando somos nosotros quienes no podemos más?

Podemos ofrecer nuestra presencia callada, nuestra compañía sincera, nuestra incapacidad de cambiar nada. A veces, nada consuela más que compartir juntos esa impotencia. Podemos seguir diciendo palabras de fe, pero sabiendo que su fruto llegará más adelante.

Lo que nuestros silencios están diciendo, en medio del dolor, es lo mismo que nos dicen el Libro de las Lamentaciones y el poeta Rilke:
A veces, lo único que se puede hacer es poner la boca en el polvo y esperar.
Y al hacerlo, estamos devolviendo nuestro dolor al peso mismo de la tierra.

Curiosamente, aceptar ese peso puede ser lo único que nos ayude, con el tiempo, a volver a levantar el espíritu. Ron Rolheiser OMI / Tradujo al Español para CiudadRedonda Bejamín Elcano, cmf / Artículo original en inglés / Imágen Gemini

La implicación de la Iglesia en la Dana produjo una revolución mental en muchos. Artículo.

Salvador Romero es el párroco de San Ramón Nonato de Paiporta, municipio de la Comunidad Valenciana especialmente castigada por la Dana que asoló el levante español el pasado mes de octubre. Durante la Jornada Eucarística Mariana Juvenil, que tuvo lugar en el Santuario de Covadonga entre el 4 y el 6 de julio, estuvo presente compartiendo su testimonio. Así lo ha compartido también para el resto de la diócesis.

¿Cómo se vivieron los primeros momentos de la Dana?
Fue todo un poco confuso porque la verdad es que allí no había llovido nada. Por eso, cuando se recibieron las alertas, suspendimos las actividades de la parroquia pero bueno, yo decidí celebrar la eucaristía. Al poco de comenzar, empezó a entrar el agua en la parroquia pero decidí continuar.
Terminé de celebrar la misa, me puse a guardar unas cosas y empezó a subir el agua ya bastante, así que salimos con mi madre, que era última persona que quedaba en la parroquia, pudimos acceder a la vivienda y a mí sólo me había dado tiempo a dejar el cáliz encima de la mesa de la sacristía y salir corriendo. Tanto que ni pude cerrar la puertas de la iglesia porque el agua subía ya a mucha velocidad.
Al al día siguiente, por la mañana, cuando bajé a ver cómo estaba la parroquia, me encontré con todos los bancos acumulados en un rincón y las imágenes, como el agua había llegado hasta los dos metros por dentro, se habían volcado y estaban en el suelo todas tiradas. Quise entrar en la sacristía y me costó porque la mesa estaba pegada a la puerta. Vino un chico a ayudarme y, como pudimos, logramos abrir la puerta y allí dentro estaba todo lleno de barro. Yo había dejado varias cosas encima de esa mesa pensando que no iba a llegar el agua tan alto. Al observar lo que había, me di cuenta de que cosas como el misal y otros objetos estaban llenos de barro pero sin embargo, el cáliz donde yo había celebrado la misa y el corporal estaban absolutamente blancos, no se habían manchado nada.
Para mí aquello fue como esa confirmación de las palabras de Jesús en el Evangelio de Mateo: «Estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». Sabemos que Dios no nos va a evitar el sufrimiento y los problemas de la vida, pero sí nos da detalles de su presencia, Él siempre está con nosotros.

Un momento del testimonio de Salvador Romero, en la JEMJ

¿Cómo fueron los días de después en la parroquia y en el pueblo?
En la parroquia al principio fue complicado empezar a limpiar porque, lógicamente, las personas estaban intentando sacar el barro y todo lo demás de sus propias casas pero, al mismo tiempo, empezaron a llegar jóvenes desde Valencia, también desde parroquias. Hemos vivido la Providencia diariamente en esta situación, por ejemplo cuando llegaron a ayudarnos los primeros jóvenes, que procedían de Valencia. Les pregunté: «¿De qué parroquia venís?» Y me contestaron: «De Nuestra Señora del Rosario». No me lo podía creer: esa era mi parroquia de seminarista. Qué bonito que viniesen a ayudar.
Una vez que quitamos todo el barro y conseguimos limpiarla, la parroquia se convirtió en un almacén de distribución. Y ahí estuvimos, tres meses durante todos los días, de lunes a domingo, desde muy pronto hasta las cinco de la tarde que prácticamente se iba la luz del sol, funcionando así. La parroquia era un lugar de  abastecimiento de primera necesidad. Muchas personas nos daban sus donaciones porque veían que era un sitio de seguridad, que podían llegar las cosas y se distribuían sin problemas.
En primer lugar repartíamos alimentos, sobre todo agua, porque no tuvimos agua corriente en cinco días. Después, nos encontrábamos en la situación de que no había herramientas de ningún tipo para sacar el barro y limpiar las calles y las casas. Todo lo sacábamos con tablas. Te manchabas los zapatos, los rompías, y al final te bajabas descalzo porque es que no había otra cosa. Hasta que empezaron a llegar las botas, las palas y se comenzaron a distribuir. La parroquia se convirtió entonces en un punto de distribución también de esas herramientas y tuvimos que llamar a la policía porque evidentemente todo lo que se daba, botas, palas, rastrillos, etc. tenía muchísimo valor y había que protegerlo.
Además, cosas que normalmente uno da por sentadas, que no valora, en ese momento carecíamos de ellas porque, aunque nos llegaron muchos alimentos, por ejemplo no teníamos pan y otras cosas de primera necesidad. En todo caso, la ayuda fue desbordante, de Valencia, de todos los sitios de España y de fuera de España. Tanto a nivel personal como de donaciones. Algo que supuso también un gran esfuerzo de gestión, de tanta ayuda como recibíamos.

La labor de la parroquia y la implicación de la gente de Iglesia supuso para muchos una sorpresa y un acercamiento a la Iglesia que antes no tenían.
Sí, la verdad es que tanto el trabajo en la parroquia como también la ayuda de muchos sacerdotes y religiosas que vinieron desde fuera hizo que mucha gente del pueblo se quedara muy sorprendida. Porque no es solo que vinieran a consolar o dar un mensaje de esperanza, no, sino que venían a quitar barro, a colaborar en todo como los demás. Eso produjo una revolución mental en las personas donde se planteaban: «La Iglesia está conmigo, en todo». Y además con una sonrisa. Recuerdo a una mujer de la parroquia que me decía: «Cada vez que quiero ponerme a llorar,  no puedo, porque viene un voluntario y me saca una sonrisa». Es decir, que ya no era solo la ayuda humana, que por supuesto era muy necesaria, sino que también sin ese capital humano hubiera sido imposible levantar. Ese aire fresco que traían cuando venían, es que se nos hacían llorar porque veíamos esas riadas de personas de toda condición, de toda clase, que lo único que querían era ayudarnos. Fue una gran experiencia impresionante de humanidad y de fe.

¿Ahora que la vida, aunque muy lentamente, va volviendo a normalizarse, observa un antes y un después en el pueblo y en la parroquia?
Sí, en dos sentidos. Aunque hay personas a las que estas experiencias tan duras les suelen generar una especie de rabia interna en ellas, yo esto no lo he visto tanto, sino más bien al contrario. He observado como una necesidad de volver a aferrarse a algo que es más fuerte que tus cosas, porque han experimentado que hoy las tienes y mañana puedes no tener nada. Por lo tanto, no te puedes apoyar ahí. Al mismo tiempo y como es comprensible, empieza a aflorar un proceso de trauma, de duelo, porque al final también hay muchas historias que no se pueden recuperar, primero porque se han perdido vidas humanas de una forma terrible y luego también porque las personas mayores que han perdido su casa, aunque se les restablezca, ellos han perdido su historia, que no son solo cosas, sino recuerdos. Se puede llenar la casa de muebles y electrodomésticos, pero no son los suyos, no es aquello que le dejó su madre, por ejemplo. La pérdida a ese nivel, aparte de que a esas edades es muy difícil reponerse psicológicamente, hace que el suceso vaya a quedar marcado para siempre.

En su caso, ¿qué es aquello que se le va a quedar grabado para siempre?
Sí, la sensación de que esto es una oportunidad de la que Dios se puede valer. Cuando sucede algo tan fuerte, el dolor es lo que más une a las personas y ayuda a algo que es muy importante, a aprender a poner el corazón en lo verdaderamente esencial. Es decir, se libera uno de perjuicios, de percepciones y de barreras que al final nos dividen entre las personas. Esto nos ha unido mucho más. Como yo siempre digo, personas que antes no me saludaban «era el cura», ahora son mis amigos, porque hemos estado quitando barro juntos, lo demás da igual. Fuente: Noticias de la Archidiócesis de Oviedo.

Cáliz y corporal encontrados intactos por Salvador Romero, de la Iglesia San Ramón Nonato en Paiporta. Foto cedida por Salvador Romero.


Quién es mi prójimo?

 





Domingo XV del Tiempo Ordinario


 El maestro de la Ley plantea una pregunta de suma importancia; se refiere a la vida eterna y al camino para llegar a ella, aunque le mueve una intención poco limpia {"para tenderle una trampa": v. 25). Jesús le responde con otra pregunta que, didácticamente, implica también al interlocutor, como si le dijera: "Tú eres un maestro de la Ley y, a buen seguro, conoces la respuesta a tu pregunta". Cogido por sorpresa, el maestro debe seguir el juego. En realidad, responde de una manera excelente, fundiendo en uno los dos mandamientos del amor a Dios y al prójimo (Dt 6,5; Lv 19,18), lo que le merece la aprobación de Jesús: "Has respondido correctamente. Haz eso y vivirás" (v. 28).

El maestro, "queriendo justificarse" (v. 29), es decir, deseando evitar la mala imagen de haberse presentado aparentemente sin motivo, puesto que ha mostrado conocer la respuesta a la pregunta que había planteado, se ve obligado a interrogar a Jesús sobre otro punto: Cómo puedo saber quién es "miprójimo"! La cuestión a la que parece aludir es si por "prójimo" se entiende sólo "los hijos de tu pueblo", como se lee en el texto citado más arriba (Lv 19,18), o si el concepto se extiende también a los extranjeros que habitan en Israel: "Si un emigrante se instala en vuestra tierra, no le molestaréis; será para vosotros como un nativo más y lo amarás como a ti mismo" (Lv 19,33-34; cf. Dt 10,19). Y, por otra parte, si entre esos extranjeros debe amarse sólo a los prosélitos, es decir, a los que habían aceptado vivir plenamente a la manera de los judíos.

Jesús le responde con la parábola del buen samaritano, en la que enseña tres cosas: que el prójimo es cualquier miembro de la humanidad, simplemente "un hombre" (v. 30); que esto lo comprende hasta un samaritano, alguien mucho menos cualificado que un maestro, un sacerdote o un levita: un "excomulgado", al que los judíos no consideraban ni siquiera como prójimo, es propuesto por Jesús como modelo de hacerse prójimo; y, sobre todo, muestra que la pregunta ha de hacerse en la dirección opuesta, no hacia nosotros mismos, sino hacia el otro: no quién me es prójimo, sino quién se hace prójimo. Amor significa aquí "tener compasión" de cualquiera que sufra, tomar la iniciativa y hacer al otro lo que si yo estuviera en necesidad quisiera que me hicieran a mí. La respuesta de Jesús a la pregunta del principio sonaría en sustancia así: "Tiene la vida eterna todo el que cuida de la vida de cualquier necesitado". Paradójicamente, para tener la vida es preciso darla.




¿Eres un cristiano practicante? Artículo.

Los Hechos de los Apóstoles dicen que fue en Antioquía donde a los seguidores de Jesús se les llamó por primera vez “cristianos”.

Una vez escuché una homilía desafiante en la que el sacerdote preguntó: “Si te llevaran a juicio acusado de ser cristiano, ¿habría suficientes pruebas para declararte culpable?” Una pregunta interesante, sin una respuesta sencilla. ¿Cómo seríamos juzgados? ¿Qué sería una prueba clara de que somos cristianos?

Crecí en una cultura católica en la que había ciertos criterios aceptados para considerar a alguien “católico practicante”. Por ejemplo: ¿Vas a misa regularmente? ¿Cumples el sexto mandamiento? ¿Tu vida matrimonial está en orden? Más recientemente, tanto entre católicos como en otras iglesias cristianas, se ha puesto mucho énfasis en juzgar tu fe por tu postura ante ciertos temas morales, como el aborto o el matrimonio entre personas del mismo sexo.

Pero, ¿qué decía Jesús sobre qué significa ser un cristiano practicante?

No hay una respuesta simple. Jesús, los evangelios y el resto del Nuevo Testamento son profundos y complejos. Por ejemplo, cuando Jesús habla de cómo seremos juzgados al final, no menciona ir a misa, ni guardar el sexto mandamiento, ni nuestra opinión sobre el aborto o el matrimonio gay. Solo menciona estos criterios: ¿Diste de comer al hambriento? ¿Diste de beber al sediento? ¿Acogiste al extranjero? ¿Visitaste a los enfermos? ¿Fuiste a ver a los presos?

Si estos fueran los criterios principales con los que se nos juzgara, ¿cuál sería el veredicto?

Luego está el sermón del monte. Jesús, al hablarnos de lo que significa ser su discípulo, pregunta: ¿Amas a los que te odian? ¿Bendices a los que te maldicen? ¿Haces el bien a los que te hacen daño? ¿Perdonas a los que te han herido? ¿Incluso al que te mata? ¿Amas más allá de tus instintos naturales? ¿Alguna vez has puesto la otra mejilla de verdad? ¿Irradias la compasión de Dios, que se extiende igual a todos, tanto a buenos como a malos?

Otra vez, ¿cómo se sostendría nuestro seguimiento de Jesús si nos juzgaran con estos criterios?

Sin embargo, hay otros criterios clave para saber si somos verdaderamente seguidores de Jesús.

Uno de ellos tiene que ver con la comunidad. La Biblia nos dice que Dios es amor, y que quien permanece en el amor, permanece en Dios, y Dios en él. La palabra usada para amor en este contexto es “ágape”, que también puede traducirse como “existencia compartida”. Dios es existencia compartida, y quien comparte su vida en comunidad, vive en Dios.

Si eso es verdad (y lo es), entonces, cada vez que vivimos dentro de una familia o de una comunidad, somos cristianos practicantes. Claro que esto no se puede reducir simplemente a ir a misa o a pertenecer a un grupo de iglesia, pero sí apunta claramente a formar parte de una comunidad con sentido. Entonces, ¿ir a misa me convierte en cristiano practicante?

Por último, hay otro criterio fundamental. Jesús, en su vida terrena, nos dejó un solo rito: la Eucaristía. La noche antes de morir, instituyó la Eucaristía y nos pidió seguir celebrándola hasta que Él regrese. Durante 2000 años, hemos sido fieles a esa invitación: hemos mantenido viva la Eucaristía. Según el teólogo Ronald Knox, esto representa “nuestro gran acto de fidelidad”, ya que en otras cosas no siempre hemos sido constantes. A veces no hemos puesto la otra mejilla, no hemos amado al enemigo, no hemos alimentado al hambriento ni acogido al extranjero, pero en algo sí hemos sido fieles a Jesús: hemos seguido celebrando la Eucaristía. Al menos en eso, sí hemos sido cristianos practicantes.

Entonces, si un jurado tuviera que decidir si somos cristianos o no, ¿podría la prueba más clara ser que participamos habitualmente en la Eucaristía? ¿Podría este solo acto ser suficiente para demostrarnos como cristianos practicantes?

Entre todos estos criterios posibles, ¿cuál es el que realmente define a un cristiano practicante?

Tal vez el camino más útil no sea comparar estos criterios para ver cuál es el más importante, sino centrarnos en el verbo “practicar”.

Practicar algo no significa que ya lo dominas, ni que seas experto, y mucho menos perfecto. Solo significa que estás trabajando en ello, que estás intentando mejorar.

Dada nuestra condición humana, todos tenemos limitaciones para vivir plenamente como discípulos de Jesús. Como quien trata de aprender a tocar un instrumento o a mejorar en un deporte, todos estamos aún en proceso. Por eso, en la medida en que intentamos mejorar en dar de comer al hambriento, acoger al extranjero, amar al enemigo, mostrar la compasión de Dios, vivir en comunidad y participar regularmente en la mesa de la Eucaristía, entonces, sí: somos cristianos practicantes.  Ron Rolheiser OMI / Tradujo al Español para CiudadRedonda Bejamín Elcano, cmf / / Artículo original en inglés / Imágen imagen fue generada por IA.