Ayer celebrábamos a los santos. Todos los Santos de la historia de la
Iglesia. Pero hoy celebramos a los difuntos, y estos son como
más
nuestros. La mente y el recuerdo se nos van a nuestros difuntos, los que
hemos conocido, los que han sido de nuestra familia, los que han
formado parte de nuestra historia personal. Con ellos hablamos, tuvimos
relación. Quizá hasta nos enfadamos y discutimos. Son nuestros difuntos.
Y cuando murieron, un poco de nosotros mismos, de nuestra historia, de
nuestro ser, murió con ellos.
Es una memoria agradecida. La relación con nuestros difuntos, de
los que nos acordamos, fue una relación de cariño. Hasta podríamos decir
que esa relación no solo fue, sino que es. Está presente en nuestros
corazones y en nuestras mentes. Nos acordamos de ellos. No se trata sólo
de que tengamos su foto en la cartera. Ellos están con nosotros. Es
otra forma de presencia.
Es una memoria dolorosa. Porque su partida nos dejó marcados. Un
trozo de nuestra propia y personal historia se fue con ellos. Alguien
que formaba parte de nosotros, de nuestro yo, se fue y nos dejó más
solos. Desde entonces experimentamos con más fuerza esa soledad que
forma parte intrínseca de la vida de toda persona. Nos sentimos
huérfanos porque ellos cuidaban de nosotros, su amistad y su cariño nos
mantenía firmes y nos ayudaba a vencer las dificultades de la vida. Nos
hemos quedado más solos y lo sentimos.
Es una
memoria esperanzada. Porque desde la fe creemos que esta
vida no termina en estos límites que impone la duración de nuestro
cuerpo. La fe en Jesús nos invita a mirar más allá del horizonte de la
muerte. No sabemos bien cómo pero creemos que hay vida más allá de la
muerte. Estamos convencidos de que tanto amor, tanta amistad, tanto
cariño, no puede desaparecer de golpe. Que Jesús resucitó es la
afirmación más importante de nuestra fe. Desde ella todo el Evangelio
cobra sentido. Amar, servir, entregarse por los demás, tiene un sentido
nuevo. Nada es en vano. Nos encontraremos más allá –no sabemos de qué
manera– y ese amor, esa amistad, ese cariño llegará a su plenitud.
Por eso, hoy recordamos a nuestros difuntos. Y, aunque nos duela
su memoria y su recuerdo, sabemos que la vida de Dios es más fuerte que
la muerte. Cuando escuchamos el mandato evangélico de amarnos unos a
otros, sabemos que ese amor no se perderá. Porque Dios es amor y es
vida. Y nosotros mantenemos alta la mirada y firme la esperanza. Aunque
nos duela el recuerdo de nuestros seres queridos. Fuente: Evangelio del día. Ciudad Redonda.org
Ante la muerte se impone el silencio, ese silencio
que, haciéndonos entrar en el diálogo de la eternidad y revelándonos el
lenguaje del amor, nos pone en una comunicación profunda con este insondable
misterio. Existe un vínculo fortísimo entre aquellos que han dejado de vivir en
el espacio y en el tiempo y los que se encuentran aún inmersos en ellos. Si
bien la desaparición física de las personas queridas nos hace sufrir su
inalcanzable lejanía, mediante la fe y la oración experimentamos una más íntima
comunión con ellos. Cuando parece que nos dejan es en realidad el momento en el
que se establecen más firmemente en nuestra vida: siguen estando presentes en
nosotros, forman parte de nuestra interioridad, los encontramos en esa patria
que ya llevamos en el corazón, allí donde habita la Trinidad.
San Pablo nos anima a vivir de una manera positiva
el misterio de la muerte, haciéndole frente día tras día, aceptándola como una
ley de la naturaleza y de la gracia, para ser despojados progresivamente de lo
que debe perecer hasta encontrarnos ya milagrosamente transformados en aquello
en que debemos convertirnos. La "muerte cotidiana" se revela así más
bien como un nacimiento: el lento declinar y el ocaso desembocan en un alba
luminosa. Todos los sufrimientos, las fatigas y las tribulaciones de la vida presente
forman parte de este necesario, de este cotidiano morir, a fin de pasar a la
vida inmortal. Debemos vivir fijando nuestra mirada en el objeto de la
bienaventurada esperanza, apoyándonos únicamente en la fidelidad del Señor, que
nos ha prometido la eternidad.
Si vivimos así, cuando lleguemos al ocaso de esta
vida no veremos caer las tinieblas de la noche, sino que aparecerá ante
nosotros -una expectativa sorprendente, no obstante-, el alba de la eternidad y
tendremos la inefable alegría de sentirnos una sola cosa con el Señor.
Después de una larga fatiga seremos plenamente
suyos y esa pertenencia será plenitud de bienaventuranza en la visión cara a
cara.
Señor, cada día se eleva desde la tierra una
acongojada oración por aquellos que han desaparecido en el misterio: la oración
que pide reposo para el que expía, luz para el que espera, paz para quien
anhela tu amor infinito.
Descansen en paz: en la paz del puerto, en la paz
de la meta, en tu paz, Señor. Que vivan en tu amor aquellos a los que he amado,
aquellos que me han amado. No olvides, Señor, ningún pensamiento de bien que me
haya sido dirigido, y el mal, oh Padre, olvídalo, cancélalo.
A los que pasaron por el dolor, a los que
parecieron sacrificados por un destino adverso, revélales, contigo mismo, los
secretos de tu justicia, los misterios de tu amor. Concédenos esa vida interior
para que en la intimidad nos comuniquemos con el mundo invisible en el que
están: con ese mundo fuera del tiempo y del espacio que no es lugar, sino
estado, y no está lejos de nosotros, sino a nuestro alrededor; que no es de
muertos, sino de vivos (Primo Mazzolari).
Señor, Señor Jesús, tú eres la vida eterna de la
patria verdadera y eterna, puesto que tú nos la has procurado.
Tú eres la lámpara de la casa paterna que ilumina
suavemente, tú eres el sol de la justicia en la tierra, tú eres el día que no
llega nunca al término, tú eres el lucero del alba. Allí sólo tú eres el
templo, el sacerdote y la víctima.
Tú sólo el rey y el jefe, el Señor y el maestro;
tú eres el sendero de la unificación, tú eres el manantial y la paz, tú eres la
dulzura infinita. Allí todos los que te pertenecen te siguen, y tú estás
siempre, no te vas nunca, diriges la casta danza sobre los prados de la
alegría...
Por eso, cuando se despierta en nosotros la
nostalgia de la vida eterna, de la patria verdadera, de la comunión con todos
los santos allá arriba en la ciudad que está sobre los montes elevados,
entonces debemos convertirnos aquí abajo en humildemente pequeños en la casa
del Señor, debemos cargar sobre nosotros la aflicción junto con nuestra Madre
dolorosa, la Iglesia (Quodvultdeus de Cartago, cit. en K. Rahner, Mater Ecclesiae).
No se debe morir cuando se ama. La familia no
debería conocer la muerte. Se unen para la eternidad, y para la eternidad dan
la vida a otras personas. La muerte no es sólo el huésped que no se puede
evitar. Se podría decir que es un miembro de la familia, un miembro celoso que,
cuando llega, aleja a otros.
Sea quien sea la persona que veamos alejarse, la vida
queda cambiada. Toda muerte lacera la carne común. La familia, precisamente
porque es preparación para la vida, es también preparación para la muerte, y en
esta cita común con el misterio no es posible saber quién será llamado el
primero.
Por qué no se nos
permite morir al mismo tiempo? Éste sería el deseo más vivo del amor, una nueva
bendición nupcial a la que consentiríamos con alegría. Pero ese caso es muy
raro. La Providencia tiene otros fines. Algunos de ellos son evidentes, otros
se nos escapan. Por eso es difícil la fe. Nos creemos víctimas de la fatalidad,
y no pensamos que, también con la muerte, sigue siendo el amor un don insigne.
En una casa hay desgracias mucho más graves que la muerte. !Cuántas tragedias
ocurren sin que nadie haya desaparecido, y cuánta ternura conservada en
ausencia de las personas queridas!
La muerte no es siempre una enemiga. Mientras la
padece, el amor es capaz de vencerla. Vivir significa con frecuencia separarse;
morir significa, en cambio, reunirse. No es una paradoja: para aquellos que han
llegado al amor más grande, la muerte es una consagración y no una ruptura. En
el rondo, nadie muere verdaderamente, porque nadie puede salir de Dios. Ese que
nos parece haberse detenido de improviso continúa su camino. Ha sido como pasar
una página, mientras escribía su vida. De él hemos perdido lo que poseíamos de
una manera temporal, pero se posee para la eternidad sólo lo que se ha perdido.
La vida y la muerte no son más que aspectos diferentes de un único destino;
cuando se entra en él con el corazón, ya no se distingue (A. G. Sertillanges). Gracias a:Santa Clara de Estella