Gloria in excelsis Deo. Gloria a Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo.

Si bien la Gloria de Dios y de la Santísima Trinidad son inefables,
mediante la música podemos aproximarnos mejor.
Mostramos la más íntima de Vivaldi, la majestuosa de Bach y 
la pregunta de Hakuna "Enséñame, ¡oh Trinidad!, cómo es tu libre mirada" 
Mirada Creadora, creando; la del Salvador, salvando
Mirada de la comunión, amando 
Mirada de misericordia, del amor crucificado 
Mirada que penetra en mi alma un fuego abrasador 
Enséñame, ¡oh Trinidad!, cómo es tu libre mirada 
Enséñame, ¡oh Trinidad!, pues es la más bella y preciada 
La más pura de amor
     Mirada de verdad sincera, mirada de Rey que reina 
Mirada que envuelve mi vida y purifica 
Mirada del principio y fin, mirada del Resucitado 
Mirada que deslumbra con su luz y al cegar, sana 
     Enséñame, ¡oh Trinidad!, cómo es tu libre mirada 
Enséñame, ¡oh Trinidad!, pues es la más bella y preciada 
La más pura de amor 
     Perdóname si cuando miro, miro sin mirar 
Si estos ojos que me diste no saben amar 
Pues sólo veo cuerpos, sólo veo humanidad 
Pero me pierdo, mi Señor, toda divinidad
     Enséñame, ¡oh Trinidad!, cómo es tu libre mirada 
Enséñame, ¡oh Trinidad!, pues es la más bella y preciada 
     Enséñame, ¡oh Trinidad!, cómo es tu libre mirada 
Enséñame, ¡oh Trinidad!, pues es la más bella y preciada 
La más pura de amor, la más pura de amor.

Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo yo te adoro profundamente y Os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesucristo, presente en todos los sagrarios de la tierra, en reparación por las ofensas, sacrilegios e indiferencias con los que Él mismo es ofendido y por los infinitos méritos de su Sagrado Corazón  y del Inmaculado Corazón de María, te pido la conversión de los pecadores(Oración del Ángel de las apariciones de Fátima)

Oración de Santa Isabel de la Trinidad
Dios mío, Trinidad que adoro,
ayúdame a olvidarme
enteramente de mí mismo
para establecerme en ti,
inmóvil y apacible
como si mi alma estuviera
ya en la eternidad;
que nada pueda turbar mi paz,
ni hacerme salir de ti, mi inmutable,
sino que cada minuto me lleve más lejos
en la profundidad de tu Misterio.

Pacifica mi alma.
Haz de ella tu cielo,
tu morada amada y el lugar de tu reposo.

Que yo no te deje jamás solo en ella,
sino que yo esté allí enteramente,
totalmente despierta en mi fe,
en adoración, entregada sin reservas
a tu acción creadora. Amén.

Todo lo que tiene el Padre es mío, el Espíritu tomará de lo mío y os lo anunciará.





     Santísima Trinidad

 

A mí, que he sido bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que tantas veces al día me hago la seńal de la cruz, cómo me gustaría nombrar con la devoción y con el afecto del corazón a estas santas Personas y no hacer como los jugadores cuando entran en el campo.

La seńal de la cruz es un sacramental que, por así decirlo, debe consagrar todo lo que hacemos, todo lo que pensamos, todo lo que decimos al Padre-Hijo-Espíritu Santo. Jesús me asegura: "Si alguien me ama, también mi Padre le amará, y vendremos a él y estableceremos nuestra morada en él". Cómo quisiera tratar con más respeto-garbo-delicadeza a estos huéspedes míos, con todas las atenciones que reservamos a los huéspedes de consideración. Pablo me recuerda: "Si alguien falta el respeto al templo de Dios, que sois vosotros, Dios le apartará", y me exhorta de este modo: "Honrad y tratad con elegancia al Dios que lleváis en vuestro cuerpo". Cómo quisiera comprender que una cosa es vestir, adornar, alimentar el cuerpo con mentalidad "mundana", y otra cosa completamente distinta es hacerlo con mentalidad "de fe": ésta me hace superar el envoltorio donde el templo del Espíritu está siempre radiante, ya sea bello o feo, esté sano o enfermo, sea viejo o joven, rico o pobre.


     



Demolición moral. Artículo.

Lo señala nuestro sabio refranero, «Zapatero, a tus zapatos», para indicar que nadie debe distraerse en su menester, ni siquiera con el pretexto de hacer un escarceo en ámbitos ajenos que a la postre puede resultar una dañina dispersión. Y esto puede aplicarse, y de hecho lo intentan algunos con intencionada frecuencia, a cualquier oficio que como adversarios desean afear o descalificar para acabar acusándole con mañas penales, ya sea en el escaparate mediático o ya sea en los tribunales.

Un clásico señalamiento regañón cuando la palabra, el gesto o las opciones de un cristiano relevante por su responsabilidad se sitúa bajo el foco de estos mirones que se sienten incómodos o aludidos. Hemos visto cómo a veces nos dan pautas quienes no participan en la vida cristiana o la contradicen con sus hechos y dichos, sobre cómo debemos hacer los obispos las homilías, cuáles son los argumentos válidos y pertinentes, y dónde estar en un protocolo cada vez más restrictivo y excluyente.

Se intenta erradicar una historia de siglos, arrojando imperiosamente la sementera de una ideología recién llegada que trastoca, deniega y ataca la cosmovisión de las cosas desde unos valores que nacen del Evangelio y se han ido definiendo a través de dos mil años de andadura. Hay detrás una extraña venganza que respira rencores, con pálpitos resentidos en una hostilidad inacabada. Se trata de la batalla cultural donde se expropian los espacios, se censuran las palabras, se expulsan las presencias como si el mensaje cristiano estuviese viciado de hipocresía y representase un atentado como 'okupas' en la modernidad.

Pero resulta que nuestros 'zapatos' cristianos calzan los pies de la historia, donde hemos aprendido a deambular en tantos imperios, dialogar con tantas filosofías, culturas y lenguas diversas, llegando hasta todos los 'finisterres'. Sin duda alguna que hemos cometido errores, por exceso y por defecto, pero nuestra deficiencia no se deriva de nuestro mensaje, sino de la torpeza de nuestro testimonio y vivencia. Por eso, hacemos memoria de los santos de cada época, donde aparece en hermoso carrusel el palenque de nuestros mejores hermanos que acertaron a ser hijos de Dios, hijos de la Iglesia e hijos de su época. Ellos nos recuerdan las palabras de Jesús que olvidamos o los gestos del Señor que traicionamos. Los santos nos despiertan diligentemente, nos acusan fraternamente y nos señalan continuamente el camino de la verdad, la bondad y la belleza, en el que Dios mismo es nuestro amigo caminante junto a cada cual.

No ha habido tierra en el mapa de nuestro mundo donde no han llegado los pies misioneros con sus zapatos cristianos, ni lengua en la que no hemos traducido la Buena Noticia de la esperanza. No ha habido herida en la que no hayamos puesto el bálsamo del consuelo y el amor que las curaba, como tampoco ha existido conflicto, trinchera o barricada donde no hayamos intentado levantar la bandera de la paz que reconcilia los pueblos y abraza sus almas. Cada lágrima ha sido enjugada con ternura, cada sonrisa brindada, cada pregunta amada y respondida, cada oscuridad encendida y disipada.

Para expresar esto hemos debido aprender la sabiduría de lo que Dios nos enseña en su Palabra, y acoger lo que nos fortalece y nutre con la gracia que de Dios proviene, pero también hemos debido encontrar razones para nuestra esperanza, y los argumentos ante las grandes cuestiones antropológicas, culturales, económicas, políticas y sociales, en donde se deciden las opciones de cada generación, los modelos de las gobernanzas, los estilos de relación entre una humanidad tan dispersa en pueblos con tradiciones diversificadas. Lo cual sería impensable si estuviésemos parapetados tras nuestras catacumbas aisladas, o si no pudiésemos salir de un confinamiento impuesto por las censuras que nos condenan al ostracismo, al mutismo y a la retirada.

Ni catacumbas cobardes, ni arrinconamientos subyugados, sino la libertad que nace de la verdad y que ofrece toda la creatividad con indomable audacia. Esta es la batalla en la que estamos. Hoy los paredones pueden ser de papel al denigrarnos con calumnias y falacias, o leyes que cercenan los derechos y acorralan ideológicamente las libertades. Así, disimulada o descaradamente, se intenta enmudecer nuestra palabra, invisibilizar nuestra presencia, y eclipsar de tantos modos nuestro mensaje.

Por este motivo, nuestros 'zapatos' saben también taconear en lo que tejas abajo sucede sin resultarnos ajeno ni indiferente. No tenemos la pretensión de fundar un partido cristiano recuperando modelos teocráticos de antaño, pero no renunciamos a aportar con respeto y valentía nuestra visión e idiosincrasia dentro de una sociedad plural. No un partido cristiano, pero sí cristianos en la política. Y sin estar necesariamente sentados en un escaño nacional, regional o municipal, podemos y debemos tomar postura ante las cosas que vemos, oímos, sufrimos o gozamos con el consiguiente avance o deterioro del tejido social de nuestro pueblo.

Asomados al escenario internacional nos preocupa cómo no aprendemos de los propios errores del pasado: los abusos en dictaduras que destruyen las personas y empujan al abismo a los pueblos, declarar guerras desde la prepotencia imperialista o para dar salida a los armamentos obsoletos, jugar con los movimientos financieros para enriquecerse impunemente empobreciendo a los descartados de siempre, alejar tristemente la convivencia en unidad y solidaridad entre las naciones, explotar los recursos naturales destruyendo la casa común en nuestra tierra.

Llegados al escenario nacional, hay un evidente deterioro social y moral en una forma abusiva de entender la gobernanza: la mentira como arma política, sin pudor y sin medida, engañando compulsivamente a troche y moche sin parar, la corrupción más zafia que empuja al tramposo y descomunal latrocinio económico, la depravación más inmoral en todo tipo de derivas sexuales, el coqueteo con el consumo de estupefacientes, la desestabilización de poderes rompiendo su división complementaria para controlar todo con manipulación obscena para perpetuarse en la poltrona dictatorial de la vergüenza, reescribiendo la historia inventada y reabriendo heridas cicatrizadas, vender el Estado poniéndolo en almoneda timadora al mejor postor que les mantenga sin importar las barricadas de una procedencia terrorista o secesionista. No hace falta militar en un partido con siglas para decir estas cosas cuando el declive moral amenaza la entera sociedad en su convivencia y su democracia demoliéndolas. Basta la conciencia moral de quien no se arredra ni acobarda para hacer oír nuestra palabra y hacer visible nuestra presencia cristiana. Estos son los zapatos con los que compartimos sin atajos los senderos de la libertad, la verdad y la justicia. Porque de lo contrario, parafraseando a Unamuno, nos seguirán doliendo el mundo y España. Fuente: infoCatólica / Publicado originalmente en la Tercera del Abc

Fr. Jesús Sanz Montes, ofmArzobispo de Oviedo

Es mejor para vosotros que yo me vaya. Artículo.

«¡Es mejor para vosotros que yo me vaya!» Estas son algunas de las palabras de despedida de Jesús la noche antes de morir.

¿Cómo puede ser mejor para nosotros que alguien a quien amamos profundamente se vaya? Eso solo tendría sentido si la relación fuera disfuncional o abusiva. Pero ¿Cómo puede ser cierto cuando amamos de verdad a alguien y sabemos que vamos a echarle profundamente de menos?

La ascensión de Jesús ofrece la raíz de una respuesta. Él dice a sus discípulos que es mejor para ellos que se vaya, porque, si no lo hace, no podrán recibir su Espíritu. ¿Por qué no? ¿Por qué debe irse para que quienes lo aman puedan recibir su Espíritu?

Esto tiene que ver con el misterio de la presencia y la ausencia. Con nuestra presencia damos algo a los demás, pero también dejamos algo en ellos con nuestra ausencia. En pocas palabras, lo que dejamos con nuestra ausencia es un nuevo espacio en el que pueden recibirnos de forma más pura. Esto puede sonar desesperadamente abstracto, pero lo experimentamos de maneras muy concretas en nuestra vida cotidiana.

He aquí un ejemplo: Imaginemos a una joven, profundamente amada por sus padres, que acaba de terminar el bachillerato y se va de casa para ir a la universidad, aprender un oficio o empezar a trabajar. Su infancia ha quedado atrás para siempre, y ella lo siente, al igual que sus padres. Hay dolor y tristeza en ambas partes. Quizá no tenga las palabras, pero si las tuviera, podría decir a sus padres lo mismo que Jesús dijo a los suyos en su despedida: Es mejor para vosotros que me vaya; de lo contrario, no podréis recibir mi espíritu.

En su caso, sin embargo, esas palabras sonarían así: Es mejor para vosotros (y para mí) que me vaya; de lo contrario, siempre seguiré siendo vuestra niña pequeña y no podré regalaros mi presencia adulta. Necesito marcharme para que mi ausencia cree el espacio necesario que me permita volver a vosotros como una adulta.

Este es el misterio de la presencia y la ausencia. Y también es el misterio de la ascensión de Jesús: cómo un nuevo Espíritu solo puede ser reconocido y recibido después de una ausencia, después de una partida.

Esto se muestra de manera poderosa en la escena del Evangelio de Juan donde María Magdalena se encuentra con Jesús resucitado el domingo de Pascua. Al principio no lo reconoce; pero cuando lo hace, su reacción inmediata es abrazarlo con familiaridad. Sin embargo, Jesús la detiene con estas palabras: «No me toques (no me retengas), porque aún no he subido al Padre».

¿Por qué? ¿Por qué Jesús parece reacio a aceptar el abrazo afectuoso de una amiga de toda la vida?

La reticencia tiene precisamente que ver con esa familiaridad. María quería reencontrarse con su antiguo Jesús, pero ese ya no era su Jesús de antes. Era el Cristo resucitado, que ahora traía algo nuevo. Lo que Jesús le decía, con ternura, al pedirle que no lo retuviera, era que si ella seguía aferrándose a su “yo” de antes, a la forma en que lo conocía, no podría recibir su nueva presencia ni lo que ahora quería darle.

El intento de María Magdalena de abrazar al Jesús resucitado es parecido al de unos padres amorosos que, tras haber echado mucho de menos a su hija adulta mientras estaba fuera, la reciben en casa con un abrazo diciendo: ¡Nuestra niña ha vuelto! Al oír estas palabras, la hija —aunque no lo diga en voz alta— necesitaría responder con delicadeza: Si os aferráis a la niña que fui, no podréis recibir las riquezas que ahora puedo ofreceros como adulta.

Esta dinámica —cómo la dolorosa ausencia de alguien a quien amamos puede transformar su presencia para que pueda nutrirnos de una manera más profunda— es la esencia del misterio de la ascensión, tanto la de Jesús como la nuestra.

Aun así, es difícil no aferrarse. Cuando vemos que quienes nos rodean cambian, crecen, se marchan y se convierten en algo diferente de lo que siempre habíamos conocido y amado, como María Magdalena, podemos sentir una mezcla de alegría y tristeza: alegría por ver a nuestra niña convertida en una mujer adulta y vibrante; tristeza por haber perdido a la niña que era.

Es mejor para vosotros que yo me vaya. Jesús pronunció esas palabras la noche antes de morir. Yo estuve al lado del lecho de muerte de mi padre y de mi madre. Nuestra familia se aferró a ellos. En aquel momento, no había forma de creer que fuera mejor para nosotros que se marcharan. Han pasado ya cincuenta años desde su muerte y, por dolorosa que fuera su partida, ahora nos damos cuenta de que pueden darnos algo que no habríamos podido recibir mientras estaban con nosotros. Ron Rolheiser OMI / Tradujo al Español para CiudadRedonda Bejamín Elcano, cmf / Artículo original en inglés / Imágen Depostitphotos

San Antonio de Padua. 13 de junio



“Preferid más ser amados que temidos. El amor dulcifica lo amargo y aligera el peso insoportable. El temor, al contrario, nos hace intolerables hasta las cosas más insignificantes.” (San Antonio de Padua)
“¿Saben cuál es el poder más bello y más laudable? Es aquel que domina a sí mismo su propia soberbia.” (San Antonio de Padua).

San Antonio, que estaba dotado de una extraordinaria preparación intelectual y de una gran capacidad de comunicación, había maravillado con su sabiduría evangélica, sorprendido a los herejes, convertido a los pecadores y fascinado al pueblo con sus virtudes y sus milagros. San Antonio, predicador itinerante, encarnó el Evangelio de Cristo, llevando de un sitio a otro su paz, con el estilo de una vida obediente a la voluntad de Dios, disponible a las incomodidades y a las fatigas de la misión y compasivo con toda realidad humana probada por el sufrimiento en todas sus formas. Lo atribuía todo al poder de la oración.

El testimonio de vida de san Antonio refleja la comprometedora belleza y profundidad de quien vive constantemente en íntima comunión con Dios, con el único deseo de cumplir su voluntad y manifestar su infinito amor a toda criatura. San Antonio, precisamente por ser humilde y pobre -y en esto se muestra como digno hijo de san Francisco-, deja aparecer los grandes prodigios de Dios: los milagros físicos y espirituales que el Altísimo realiza en los que confían sólo en él, en virtud de una fe cotidiana, auténtica e inquebrantable.

La luz y la creatividad de la Palabra escuchada, meditada y orada obraron en san Antonio los frutos de una caridad incansable, paciente, sin prejuicios de ningún tipo y, además, tenaz frente a las imprevisibles dificultades.

Lo que se tomó más a pecho fue anunciar la ternura de Dios, su bondad y la infinita misericordia con la que nos revela su corazón de Padre. San Antonio nos llama a lo esencial, a la amistad con Dios, fuente de todo bien; fuente de esa paz y alegría que nada ni nadie podrá quitarnos nunca. Meditando sobre su vida descubrimos las maravillas de la fidelidad de Dios, que sigue con amor el camino de quien busca su rostro, haciéndole participar de todos sus dones y colaborador de su proyecto de vida sobre la humanidad. Fuente: Santa Clara de Estella

Festividad de Nuestro Señor Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote

Cogiste mi corazón de niño con ternura delicada y paternal, me sedujeron tu afecto y tu cariño y me dejé cautivar.

Yo escuché tu llamada gratuita sin saber la complicación que me envolvía, me enrolé en tu caravana de tu mano sin pensar ni en las espinas ni en los cardos.

Te fui fiel, aunque a jirones fui dejando en mi camino pedazos de corazón, hoy me encuentro con un cáliz rebosante de jazmines que potencian mis anhelos juveniles y me acercan más a Dios.

En el ocaso de la carrera de mi vida siento el gozo de la inmolación a Tí. Tienes todos los derechos de exigirme, puedes pedir si me ayudas a decir siempre que ¡Sí!

Necesitaste y necesitas de mis manos para bendecir, perdonar y consagrar;  quisiste mi corazón para amar a mis hermanos, pediste mis lágrimas y no me ahorré el llorar.

Mis audacias yo te di sin cuentagotas, mi tiempo derroché enseñando a orar, gasté mi voz predicando tu palabra y me dolió el corazón de tanto amar.

A nadie negué lo que me dabas para todos. Quise a todos en su camino estimular. Me olvidé de que por dentro yo lloraba, y me consagré de por vida a consolar.

Muchos hombres murieron en mis brazos, ya sabrán cuánto les quise en la inmortalidad, me llenarán de caricias y de flores el regazo, migajas de los deleites de su banquete nupcial.

Pediste que te prestara mis pies y te los ofrecí sin protestar, caminé sudoroso tus caminos, y hasta el océano me atreví a cruzar.

Cada vez que me abrazabas lo sentía porque me sangraba el corazón, eran tus mismas espinas las que me herían y me encendían en tu amor.

Fui sembrando de hostias el camino inmoladas en la cenital consagración: más de treinta mil misas ofrecidas han actualizado la eficacia de tu redención.

No me pesa haber seguido tu llamada, estoy contento de ser latido en tu Getsemaní; sólo tengo una pena escondida allá en el alma: la duda de si Tú estás contento de mí.

Mi gratitud hoy te canto, ¡Cristo de mi sacerdocio! Mi fidelidad te juro, Jesucristo Redentor. Ayúdame a enriquecer con jardines a tu Iglesia, que florezcan y sonrían aún en medio del dolor.

Sean esos jardines para tu recreo y mi trabajo, multiplica tu presencia por los campos hoy en flor, que lo que comenzó con la pequeñez de un pájaro, se convierta en muchas águilas que roben tu Corazón. (Oración Sacerdotal)

LECTURA ESPIRITUAL

No sé otra cosa más eficaz con la que a vuestras mercedes persuada de lo que les conviene hacer que traerles a la memoria la alteza del beneficio que Dios nos ha hecho al llamarnos para la alteza del oficio sacerdotal. Y si elegir sacerdotes entonces era gran beneficio, qué será en el Nuevo Testamento, en el cual los sacerdotes de él somos como sol en comparación de noche y como verdad en comparación de figura?

Mirémonos, padres, de pies a cabeza, ánima y cuerpo, y vernos hemos hecho semejables a la sacratísima Virgen María, que con sus palabras trajo a Dios a su vientre, y semejables al portal de Belén y pesebre donde fue reclinado, y a la cruz donde murió, y al sepulcro donde fue sepultado. Y todas estas cosas santas, por haberlas Cristo tocado; y de lejanas tierras van a las ver, y derraman de devoción muchas lágrimas, y mudan sus vidas movidos por la gran santidad de aquellos lugares. Por qué los sacerdotes no son santos, pues es lugar donde Dios viene glorioso, inmortal, inefable, como no vino en otros lugares? Y el sacerdote le trae con las palabras de la consagración, y no lo trajeron los otros lugares, sacando a la Virgen. Relicarios somos de Dios, casa de Dios, y, a modo de decir, criadores de Dios, a los cuales nombres conviene gran santidad.

Esto, padres, es ser sacerdotes: que amansen a Dios cuando estuviere, !ay!, enojado con su pueblo; que tengan experiencia que Dios oye sus oraciones y les da lo que piden, y tengan tanta familiaridad con él; que tengan virtudes más que de hombres y pongan admiración a los que los vieren: hombres celestiales o ángeles terrenales; y aun, si pudiere ser, mejor que ellos, pues tienen oficio más alto que ellos" ("De una plática de san Juan de Ávila, presbítero"). Fuente: Santa Clara de Estella

María, Madre de la Iglesia. Lunes después de Pentecostés.

Memoria de la bienaventurada Virgen María, madre de la Iglesia, a quien Cristo encomendó sus discípulos para que, perseverando en la oración al Espíritu Santo, cooperaran en el anuncio del Evangelio


Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Recibid el Espíritu Santo.





     Domingo de Pentecostés

 

En esta perícopa evangélica se presenta el discurso que dirigió Jesús a los suyos en el cenáculo antes de la pasión. En él se presenta al Espíritu Santo como "otro Paráclito" -o sea, como un testigo a favor- que, después de Jesús y gracias a su oración, enviará el Padre a los discípulos para que se quede siempre con ellos (v. 16). El Espíritu es, por tanto, una realidad personal -no es una energía cósmica impersonal- y divina que entra en comunión con el hombre y lo colma de amor. También aquí es preciso introducir una precisión: no se trata de un amor genérico, sino del amor a Jesús, que se realiza a través del cumplimiento concreto de sus mandamientos, de sus palabras; a través de la fe profunda en que él nos ha hablado según la voluntad de Dios, su Padre y -en él- Padre nuestro (vv. 15.23s).

Guardar en el corazón y en la vida esta Palabra dilata la intimidad del que se hace discípulo y le vuelve capaz de acoger la presencia de Dios, que corresponde al infinitamente humilde amor del hombre poniendo era su tienda (según la imagen bíblica de la shekhinah,) presencia gloriosa de Dios en medio de su pueblo) para habitar en él junto con Jesús (v. 23). Es la promesa de una comunión lo que Jesús nos ofrece a todos: "Si me amáis, obedeceréis mis mandamientos... y viviremos en él". Tras su partida, no permitirá que les falte a los suyos la enseñanza de vida eterna (6,68), puesto que el Espíritu Santo vendrá en su nombre a completar su revelación, haciéndosela comprender profundamente; haciendo que la recuerden, o sea, iluminando de manera constante el camino cotidiano, oscuro a menudo, con rayos de eternidad (vv. 25-27).


     



ORACIÓN POR LOS SIENTE DONES DEL ESPÍRITU


Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos la llama de tu amor. Oh, Dios, que con la luz del Espíritu Santo iluminas los corazones de tus fieles, concédenos que guiados por el mismo Espíritu, disfrutemos de lo que es recto y nos gocemos con su consuelo celestial.
  • Ven, Espíritu Santo, por tu don Sabiduría, concédenos la gracia de apreciar y estimar los bienes del cielo y muéstranos los medios para alcanzarlos. Gloria
  • Ven, Espíritu Santo, por tu don de Entendimiento, ilumina nuestras mentes respecto a los misterios de la salvación, para que podamos comprenderlos perfectamente y abrazarlos con fervor. Gloria
  • Ven, Espíritu Santo, por tu don de Consejo, inclina nuestros corazones a actuar con rectitud y justicia para beneficio de nosotros mismos y de nuestros semejantes. Gloria
  • Ven, Espíritu Santo, por tu don de Fortaleza, fortalécenos con tu gracia contra los enemigos de nuestra alma, para que podamos obtener la corona de la victoria. Gloria
  • Ven, Espíritu Santo, por tu don de Ciencia, enséñanos a vivir entre las cosas terrenos para así no perder las eternas. Gloria
  • Ven, Espíritu Santo, por tu don de Piedad, inspíranos a vivir sobria, justa, y piadosamente en esta vida, para alcanzar el cielo en la otra vida. Gloria.
  • Ven, Espíritu Santo, por tu don de Temor de Dios, hiere nuestros cuerpos con tu temor para así trabajar por la salvación de nuestras almas. Gloria

¿Qué son los dones del Espíritu Santo? Padre Adolfo 5'
Ven Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre,
don en tus dones espléndido.
Luz que penetras las almas,
fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo.
Tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego.
Gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma
divina luz y enriquécenos.
Mira el vacío del alma
si tú le faltas por dentro.
Mira el poder del pecado
cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo.
Lava las manchas.
Infunde calor de vida en el hielo.
Doma el espíritu indómito.
Guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones
según la fe de tus siervos.
Por tu bondad y tu gracia,
dale al esfuerzo su mérito.
Salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno.

Recordatorio necesario: "ad usum". Artículo.

Un monje benedictino compartió conmigo esta historia: Durante sus primeros años de vida religiosa se había sentido molesto porque se le requería solicitar permiso de su abad por cualquier cosa que deseara: “Me parecía que era ridículo: yo, un hombre hecho y derecho, adulto, tenía que pedir permiso a un superior en caso de necesitar una nueva camisa. Me sentía tratado como un niño”.

Pero según fui creciendo, su perspectiva cambió: “No diría tanto de todas las razones, aun cuando estoy seguro de que están relacionadas con la gracia; pero un día llegué a darme cuenta de que existía cierta profunda sabiduría en la obligación de pedir permiso para todo. No somos poseedores de nada; nada nos viene por derecho. Todo es don. Así que, idealmente, todo debería pedirse y no tomarse como si todo nos perteneciera por derecho. Necesitamos estar agradecidos a Dios y al universo por todo lo que se nos ha dado. Ahora, cuando necesito algo y a la vez estoy obligado a solicitar permiso del abad, ya no me siento como un niño. Al contrario, siento que estoy más propiamente en armonía con la manera en que las cosas deberían estar en un universo con tendencia al regalo, en el que nadie en definitiva tiene derecho a exigir nada”.

Lo que este monje vino a entender es un principio que sostiene toda espiritualidad, toda moralidad y cada uno de los mandamientos, a saber, que todo nos viene como don, nada puede ser exigido como si se nos debiera. Tendríamos que estar agradecidos a Dios y al universo por darnos lo que tenemos, y a la vez  tener cuidado de no reclamar, como por derecho, nada más.

Pero esto se opone no poco a nuestro instintivo yo y a nuestra cultura. En ambos se dan fuertes voces que nos dicen que si no puedes elegir lo que quieres, entonces muestras que eres una persona débil, débil en doble sentido: Primero, eres una personalidad frágil, demasiado tímida para reclamar plenamente la vida. Segundo, has sufrido debilitamiento a causa de escrúpulos religiosos y morales, y eres incapaz de aprovechar la ocasión y vivir plenamente. Esas voces nos dicen que necesitamos madurar, porque hay mucho en nosotros que es pusilánime e infantil, un niño atrapado por fuerzas supersticiosas.

Precisamente a causa de esas voces, hoy, en una cultura que profesa ser cristiana y moral, ciertas figuras políticas y sociales relevantes pueden creer y decir con toda sinceridad que la empatía es una debilidad humana.

Necesitamos hacer memoria de algo importante.

La voz de Jesús es radicalmente antitética a esas voces. La empatía es la penúltima virtud humana, la antítesis de la debilidad. Jesús consideraría mucho que eso es afirmativo, agresivo y acumulativo en nuestra sociedad y, aun con la admiración que recibe, nos diría claramente que esto no es lo que significa llegar al festín que está situado en el corazón del reino de Dios. No compartiría nuestra admiración por los ricos y famosos que también exigen con frecuencia, como por derecho, su desmesurada riqueza y posición social. Cuando Jesús asegura que le es más difícil a un rico entrar en el cielo que a un camello pasar por el ojo de una aguja, podría haber suavizado esto añadiendo “a no ser, por supuesto, que el rico, como un niño, solicite permiso del universo, de la comunidad y de Dios para cada nueva camisa”.

Cuando yo era religioso novicio, nuestro maestro de novicios trató de grabar en nosotros el significado de pobreza religiosa haciéndonos escribir en cada libro que nos daban las palabras latinas ad usum (literalmente, sólo para uso). La idea era que, por más que este libro se te daba para tu uso personal, tú no eras su dueño. Era sólo para tu uso; la verdadera propiedad residía en otro. Y luego nos añadían que esto se entendía igualmente de todo lo demás que nos daban para nuestro uso, desde nuestros cepillos de dientes hasta nuestras camisas que cubrían nuestras espaldas. No era en realidad nuestro; nos lo daban meramente para nuestro uso.

Uno de los jóvenes de aquel grupo del noviciado que después abandonó la congregación es hoy médico. Sigue siendo amigo cercano, y una vez me contó que actualmente, como médico, aún escribe esas palabras, ad usum, en cada uno de sus libros. Su razonamiento es este: “No pertenezco a ninguna congregación religiosa. No he hecho voto de pobreza, pero el principio que el maestro de novicios nos enseñó es exactamente tan válido para mí, que estoy en el mundo, como para un religioso novicio. No poseemos nada. Esos libros no son en realidad míos. Me han sido dados, temporalmente, para mi uso. Al fin y al cabo, nada pertenece a nadie, y lo mejor es no olvidar eso nunca”.

Sin importar lo ricos, fuertes y adultos que seamos, hay algo saludable en el hecho de tener que pedir permiso para comprar una nueva camisa. Eso nos mantiene en armonía con el hecho de que el universo pertenece a cada uno, a Dios en definitiva. Todo nos viene como don, y así ¡nunca podemos tomar nada en propiedad, sino únicamente para nuestro uso! Ron Rolheiser OMI / Tradujo al Español para CiudadRedonda Bejamín Elcano, cmf / Artículo original en inglés / Foto de fauxels

A la vista de la primavera y de la Pascua. Artículo.

Hacia la mitad de mis 20-30 años, pasé uno estudiando en la Universidad de San Francisco. Hacía poco que había sido ordenado sacerdote y estaba finalizando una licenciatura en teología. Ese año, el Domingo de Pascua era un día particularmente espléndido, soleado y primaveral, pero yo no me sentía en el mejor estado de ánimo. Estaba a mucha distancia de casa, lejos de mi familia y mi comunidad, añorando mi hogar y en soledad. La mayoría de los amigos que había hecho durante ese año de estudios -otros estudiantes de licenciatura en teología- se habían marchado a celebrar la Pascua con sus familias. Yo estaba nostálgico y solo; y, además de eso, alimentaba pesares y obsesiones propias de los jóvenes y los impacientes. Mi estado de ánimo estaba lejos de la primavera y la Pascua.

Esa tarde, me fui de paseo; y el aire de primavera, el sol y el hecho de que fuera Pascua hicieron poco para levantarme el ánimo; si a algo me ayudaron fue a acelerar una sensación más profunda de soledad. Pero existen diversas maneras de despertarse. Como Leonard Cohen dice, hay una hendidura en todo, y ahí es por donde entra la luz. Yo estaba en necesidad de un ligero despertar, y al fin se me proporcionó. A la entrada de un parque, vi a un mendigo ciego, sentado y con un cartel delante de sí que indicaba: ¡Estamos en tiempo de primavera, pero yo estoy ciego! La ironía no se frustró en mí. ¡Yo estaba tan ciego como él! Por lo que yo estaba viendo, igualmente podría haber sido Viernes Santo, y estar lloviendo y haciendo frío. Ese día, malgasté miserablemente el esplendor del sol, la primavera y la Pascua.

Fue un momento de gracia y, desde entonces, he recordado ese encuentro muchas veces, a pesar de que no mejoró mi estado de ánimo en su momento. Continué mi paseo, impaciente como antes, y al fin me fui a casa a cenar. Durante ese año de estudios, fui capellán residente en un convento que tenía además una residencia de estudiantes que dependía de él, y lo establecido por la casa era que el capellán tenía que comer privadamente en su propio comedor. Por tanto, aun cuando eso no era exactamente lo que habría prescrito un médico para un joven impaciente y nostálgico, cené estando solo esa noche del Domingo de Pascua.

Pero la resurrección todavía me llegó en ese Domingo de Pascua, bien que un poco tarde. Otros dos estudiantes de licenciatura y yo habíamos planeado encontrarnos en el mar al anochecer, encender una hoguera y celebrar nuestra propia versión de la Vigilia Pascual. Y así, antes de que oscureciera, tomé un autobús con destino al mar y me junté a mis amigos (una monja y un sacerdote). Encendimos una buena hoguera (aún legal por entonces), estuvimos sentados alrededor de ella durante varias horas y concluimos reconociéndonos que habíamos tenido una Pascua lastimosa. Aquel fuego nos hizo lo que la bendición del  fuego en la noche previa a la Vigilia Pascual no había realizado. Destruyó el encanto de la impaciencia y el ensimismamiento que nos había cegado a todo lo exterior a nosotros. Mientras mirábamos el fuego y hablábamos de todo y de nada, mi estado de ánimo empezó a cambiar, mi impaciencia cedió, el abatimiento desapareció. Empecé a sentir la primavera y la Pascua.

En el relato de Juan sobre la resurrección, él nos cuenta la historia de cómo, en la mañana de la primera Pascua, el Discípulo Amado corre al sepulcro donde Jesús ha estado sepultado y se asoma a él. Ve que está vacío y que lo único que queda -por cierto, cuidadosamente plegado- es el ropaje con el que había sido envuelto el cuerpo de Jesús. Pero, dado que es un discípulo que ve con los ojos del amor, entiende lo que esto significa; percibe la realidad de la resurrección y sabe que Jesús ha resucitado. Ve la primavera. Comprende con sus ojos.

Hugo de San Víctor dijo una vez esta famosa frase: El amor es el ojo. Cuando vemos con amor, no sólo vemos directa y claramente, vemos también la profundidad y el contenido. Lo inverso es también cierto. Por algo, después de que Jesús resucitó de entre los muertos, algunos fueron capaces de verlo, y otros no. El amor es el ojo. Aquellos que buscan la vida por medio de los ojos del amor -como María Magdalena buscaba a Jesús en el huerto la mañana del Domingo de Pascua- ven la primavera y la resurrección. Cualquiera otra clase de ojo nos deja ciegos en tiempo de primavera.

Cuando me fui de paseo en aquella tarde de Pascua hace todos esos años en San Francisco, yo no era exactamente María Magdalena que buscaba a Jesús en un huerto, ni tampoco el Discípulo Amado, encendido en amor, que corría a examinar la tumba de Jesús. En mi impaciencia juvenil, estaba mayormente mirándome a mí mismo y encontrándome de manera especial con mi ansioso yo. Y eso es ceguera. Cuando estamos asidos a nosotros mismos, estamos ciegos, ciegos a la primavera y a la resurrección. Yo aprendí esa lección, no en una iglesia ni en un aula, sino en un solitario e inquieto Domingo de Pascua en San Francisco, cuando topé con un mendigo ciego y después volví a casa y tomé la cena de Pascua en soledad. Ron Rolheiser OMI / Tradujo al Español para CiudadRedonda Bejamín Elcano, cmf / Artículo original en inglés