Recuerdo estar sentado en compañía de un hombre que moría de cáncer a sus cincuenta años y pico, dejando tras de sí una joven familia, el cual me dijo: “Creo que no tengo ni un enemigo en todo el mundo; al menos, no sé si lo tengo. No tengo ningún asunto pendiente”. Oí algo semejante de una mujer joven que igualmente estaba muriendo de cáncer y también dejaba atrás una joven familia. Sus palabras fueron: “Pensé que había derramado todas las lágrimas que tenía, pero entonces ayer, cuando vi a mi hija menor, llegué a saber que tenía muchas más lágrimas aún por derramar. Pero estoy en paz. Es duro, pero no he dejado nada que no haya dado”. Y he estado otras veces junto a lechos de muerte cuando nada de esto fue articulado en palabras, pero todo ello fue claramente dicho en esa amorosa torpeza y silencio de los que fuiste testigo alrededor de los lechos de muerte. Hay una manera de morir que deja tras sí la paz.
En el Evangelio de Juan, Jesús da un largo discurso de despedida en la Última Cena, la noche antes de morir. Sus discípulos, comprensiblemente, están estremecidos, temerosos y no preparados para aceptar la brutal realidad de su inminente muerte. Él trata de calmarlos, tranquilizarlos, proporcionarles cosas a las que agarrarse, y acaba con estas palabras: Yo me voy, pero os dejaré un regalo final, el regalo de mi paz.
Sospecho que casi todos los que lean esto, habrán tenido la experiencia de sentir la muerte de un ser querido: un padre, esposo, niño o amigo, y de encontrar, al menos después de un tiempo, bajo el dolor, una cálida sensación de paz siempre que la memoria del ser amado aparece o es evocada. Yo perdí a mis dos padres cuando tenía veintipocos años; y, tristes como fueron sus despedidas, todo recuerdo de ellos evoca ahora afecto. Su regalo de despedida fue el regalo de la paz.
Al tratar de entender esto, es importante distinguir entre ser deseado y ser necesitado. Cuando perdí a mis padres a una edad temprana, aún los deseaba desesperadamente (y creía que aún los necesitaba); pero vine a darme cuenta, en la paz que al fin dieron en dote a nuestra familia después de sus muertes, de que nuestro dolor estaba aún deseándolos y no necesitándolos ya más. En su vida y en su muerte nos habían dado ya lo que necesitábamos. No hubo nada más que necesitáramos de ellos. Ahora sólo los echamos de menos; e independientemente de la tristeza de su marcha, nuestra relación fue completa. Estuvimos en paz.
El desafío para todos nosotros ahora, por supuesto, está en el otro lado de esta ecuación, a saber, el desafío de vivir de tal manera que la paz sea nuestro final regalo de despedida para nuestras familias, nuestros seres queridos, nuestra comunidad de fe y nuestro mundo. ¿Cómo hacemos eso? ¿Cómo dejamos el regalo de la paz a aquellos que dejamos atrás?
La paz, como sabemos, es mucho más que la simple ausencia de guerra y lucha. La paz está constituida por dos cosas: armonía e integridad. Para estar en paz, algo tiene que tener una consistencia interior, de modo que todos sus movimientos estén en armonía entre sí y debe tener también una integridad a fin de no estar aún sufriendo por algo que está echando en falta. La paz es lo contrario de discordia interna o de ansiedad por algo de lo que carecemos. Cuando no estamos en paz es porque estamos experimentando el caos o sintiendo algún asunto pendiente dentro de nosotros.
Positivamente entonces, ¿qué constituye la paz? Cuando Jesús promete la paz como su regalo de despedida, la identifica con el Espíritu Santo; y, como sabemos, eso es el espíritu de caridad, gozo, paz, paciencia, bondad, longanimidad, fidelidad, mansedumbre y castidad.
¿Cómo dejamos estas cosas tras nosotros cuando nos marchamos? Bueno, la muerte no es diferente que la vida. Cuando algunas personas dejan algo (un empleo, un matrimonio, una familia o una comunidad), dejan el caos tras de sí, un legado de desarmonía, asuntos pendientes, ira, amargura, celotipia y división. Su recuerdo se siente siempre como un dolor frío. No se les echa en falta, aun cuando su recuerdo perdure. Algunas personas, por otra parte, dejan detrás de sí un legado de armonía e integridad, un espíritu de comprensión, compasión, afirmación y unidad. A estas personas se les echa de menos, pero el dolor es de un recuerdo cálido, enriquecedor y de feliz memoria.
Desaparecer con la muerte tiene exactamente la misma dinámica. Por la manera como vivamos y muramos, dejaremos tras nosotros un espíritu que acompañe perennemente la paz de nuestros seres queridos, o dejaremos un espíritu que traiga afecto cada vez que sea evocado nuestro recuerdo.
Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -