Tristemente, a menudo es verdad lo contrario. Nuestros dones y talentos con frecuencia vienen a ser la razón por la que somos aborrecidos y quizás incluso odiados. Hay aquí una curiosa dinámica. No dejamos, ni automática ni fácilmente, que los dones de los demás nos favorezcan. Más a menudo, somos reacios a admitir su belleza y poder, y resistimos y envidiamos a quien los poseen; y a veces, incluso los odiamos a causa de sus dones. Esa es una de las razones por las que encontramos complicado simplemente admirar a alguien.
Pero esta nuestra renuencia no sólo dice algo sobre nosotros. Con frecuencia dice algo también sobre las personas que poseen esos dones. El talento es una cosa ambigua; puede ser usado para asegurarnos a nosotros mismos, para separarnos de los demás, para sobresalir y colocarnos por encima, más bien que como un don para ayudar a otros. Nuestros talentos pueden ser usados simplemente para señalar lo brillantes, talentosos, guapos y exitosos que somos. Entonces vienen a ser simplemente una fuerza que pretende achicar a los demás y separarnos.
¿Cómo podemos hacer de nuestros talentos un don para los demás? ¿Cómo podemos ser amados por nuestros talentos más bien que odiados a causa de ellos? Aquí está la diferencia: seremos amados y admirados a causa de nuestros dones cuando nuestros dones sean coloreados por nuestras heridas, de modo que los demás no los vean como una amenaza o como algo que nos aparte, sino más bien como algo que les favorezca en sus propias deficiencias. Cuando son compartidos de una cierta manera, nuestros dones pueden llegar a ser dones para todos los demás.
Así es como funciona esa álgebra: Nuestros dones se nos dan no para nosotros, sino para los demás. Pero, para ser así, necesitan estar coloreados por la compasión. Nosotros llegamos a la compasión al permitir que nuestras heridas favorezcan a nuestros dones. He aquí dos ejemplos:
Cuando la Princesa Diana murió en 1997, hubo una masiva efusión de amor por ella. Por temperamento y como sacerdote católico, yo normalmente no soy dado a apenarme por las celebrities, y en cambio sentí un profundo pesar y amor por esta mujer ¿Por qué? ¿Porque era bella y famosa? Nada de eso. Muchas mujeres que son bellas y famosas son odiadas por serlo. La princesa Diana era amada por tantos porque era una persona herida, alguien cuyas heridas coloreaban su belleza y fama de un modo que inducía al amor, no a la envidia.
Henri Nouwen, que popularizó la expresión “el sanador herido”, compartía un rasgo similar. Era un hombre brillante, autor de más de cuarenta libros, uno de los más populares oradores religiosos de su generación, perteneciente a Harvard y Yale, una persona con amigos por todo el mundo; pero también un hombre profundamente herido, que -como él mismo admitió repetidamente- sufría inquietud, ansiedad, celos y obsesiones que lo llevaron ocasionalmente a ser ingresado en una clínica. También, -como él mismo admitió repetidamente- en medio de este éxito y popularidad, durante la mayor parte de su vida adulta luchó por aceptar simplemente el amor. Sus heridas siempre se interpusieron en su camino. Y esto, su yo herido, colorea básicamente todas páginas de cada uno de los libros que escribió. Su brillantez estuvo siempre coloreada por sus heridas, y por eso nunca fue autoritario sino siempre compasivo. Nadie envidió la brillantez de Nouwen; estaba demasiado herido para ser envidiado. Por el contrario, su brillantez nos impresionaba siempre de una manera saludable. Era un sanador herido.
Esas palabras, “herido” y “sanador”, se ordenan mutuamente. Estoy convencido de que Dios nos llama a cada uno de nosotros a una vocación y a un trabajo especial aquí, en la tierra, más en base a nuestras heridas que en base a nuestros dones. Nuestros dones son reales e importantes; pero sólo favorecen a otros cuando son ordenados en una especial forma de compasión por la singularidad de nuestras propias heridas. Nuestras únicas y especiales heridas pueden ayudar a hacer a todos nosotros un único y especial sanador.
Nuestro mundo está lleno de gente brillante, dotada de talento, altamente favorecida por el éxito y bella. Esos dones son reales, proceden de Dios y nunca deberían ser denigrados en el nombre de Dios. Sin embargo, nuestros dones no ayudan automáticamente a los demás; pero pueden hacerlo si son coloreados por nuestras heridas, de modo que afloren como compasión y no como orgullo. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -