En esta perícopa evangélica se presenta el discurso que dirigió Jesús a los suyos en el cenáculo antes de la pasión. En él se presenta al Espíritu Santo como "otro Paráclito" -o sea, como un testigo a favor- que, después de Jesús y gracias a su oración, enviará el Padre a los discípulos para que se quede siempre con ellos (v. 16). El Espíritu es, por tanto, una realidad personal -no es una energía cósmica impersonal- y divina que entra en comunión con el hombre y lo colma de amor. También aquí es preciso introducir una precisión: no se trata de un amor genérico, sino del amor a Jesús, que se realiza a través del cumplimiento concreto de sus mandamientos, de sus palabras; a través de la fe profunda en que él nos ha hablado según la voluntad de Dios, su Padre y -en él- Padre nuestro (vv. 15.23s).
Guardar en el corazón y en la vida esta Palabra dilata la intimidad del que se hace discípulo y le vuelve capaz de acoger la presencia de Dios, que corresponde al infinitamente humilde amor del hombre poniendo era su tienda (según la imagen bíblica de la shekhinah,) presencia gloriosa de Dios en medio de su pueblo) para habitar en él junto con Jesús (v. 23). Es la promesa de una comunión lo que Jesús nos ofrece a todos: "Si me amáis, obedeceréis mis mandamientos... y viviremos en él". Tras su partida, no permitirá que les falte a los suyos la enseñanza de vida eterna (6,68), puesto que el Espíritu Santo vendrá en su nombre a completar su revelación, haciéndosela comprender profundamente; haciendo que la recuerden, o sea, iluminando de manera constante el camino cotidiano, oscuro a menudo, con rayos de eternidad (vv. 25-27).
Gracias a: Rezando Voy,Santa y Ciudad Redonda