La implicación de la Iglesia en la Dana produjo una revolución mental en muchos. Artículo.

Salvador Romero es el párroco de San Ramón Nonato de Paiporta, municipio de la Comunidad Valenciana especialmente castigada por la Dana que asoló el levante español el pasado mes de octubre. Durante la Jornada Eucarística Mariana Juvenil, que tuvo lugar en el Santuario de Covadonga entre el 4 y el 6 de julio, estuvo presente compartiendo su testimonio. Así lo ha compartido también para el resto de la diócesis.

¿Cómo se vivieron los primeros momentos de la Dana?
Fue todo un poco confuso porque la verdad es que allí no había llovido nada. Por eso, cuando se recibieron las alertas, suspendimos las actividades de la parroquia pero bueno, yo decidí celebrar la eucaristía. Al poco de comenzar, empezó a entrar el agua en la parroquia pero decidí continuar.
Terminé de celebrar la misa, me puse a guardar unas cosas y empezó a subir el agua ya bastante, así que salimos con mi madre, que era última persona que quedaba en la parroquia, pudimos acceder a la vivienda y a mí sólo me había dado tiempo a dejar el cáliz encima de la mesa de la sacristía y salir corriendo. Tanto que ni pude cerrar la puertas de la iglesia porque el agua subía ya a mucha velocidad.
Al al día siguiente, por la mañana, cuando bajé a ver cómo estaba la parroquia, me encontré con todos los bancos acumulados en un rincón y las imágenes, como el agua había llegado hasta los dos metros por dentro, se habían volcado y estaban en el suelo todas tiradas. Quise entrar en la sacristía y me costó porque la mesa estaba pegada a la puerta. Vino un chico a ayudarme y, como pudimos, logramos abrir la puerta y allí dentro estaba todo lleno de barro. Yo había dejado varias cosas encima de esa mesa pensando que no iba a llegar el agua tan alto. Al observar lo que había, me di cuenta de que cosas como el misal y otros objetos estaban llenos de barro pero sin embargo, el cáliz donde yo había celebrado la misa y el corporal estaban absolutamente blancos, no se habían manchado nada.
Para mí aquello fue como esa confirmación de las palabras de Jesús en el Evangelio de Mateo: «Estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». Sabemos que Dios no nos va a evitar el sufrimiento y los problemas de la vida, pero sí nos da detalles de su presencia, Él siempre está con nosotros.

Un momento del testimonio de Salvador Romero, en la JEMJ

¿Cómo fueron los días de después en la parroquia y en el pueblo?
En la parroquia al principio fue complicado empezar a limpiar porque, lógicamente, las personas estaban intentando sacar el barro y todo lo demás de sus propias casas pero, al mismo tiempo, empezaron a llegar jóvenes desde Valencia, también desde parroquias. Hemos vivido la Providencia diariamente en esta situación, por ejemplo cuando llegaron a ayudarnos los primeros jóvenes, que procedían de Valencia. Les pregunté: «¿De qué parroquia venís?» Y me contestaron: «De Nuestra Señora del Rosario». No me lo podía creer: esa era mi parroquia de seminarista. Qué bonito que viniesen a ayudar.
Una vez que quitamos todo el barro y conseguimos limpiarla, la parroquia se convirtió en un almacén de distribución. Y ahí estuvimos, tres meses durante todos los días, de lunes a domingo, desde muy pronto hasta las cinco de la tarde que prácticamente se iba la luz del sol, funcionando así. La parroquia era un lugar de  abastecimiento de primera necesidad. Muchas personas nos daban sus donaciones porque veían que era un sitio de seguridad, que podían llegar las cosas y se distribuían sin problemas.
En primer lugar repartíamos alimentos, sobre todo agua, porque no tuvimos agua corriente en cinco días. Después, nos encontrábamos en la situación de que no había herramientas de ningún tipo para sacar el barro y limpiar las calles y las casas. Todo lo sacábamos con tablas. Te manchabas los zapatos, los rompías, y al final te bajabas descalzo porque es que no había otra cosa. Hasta que empezaron a llegar las botas, las palas y se comenzaron a distribuir. La parroquia se convirtió entonces en un punto de distribución también de esas herramientas y tuvimos que llamar a la policía porque evidentemente todo lo que se daba, botas, palas, rastrillos, etc. tenía muchísimo valor y había que protegerlo.
Además, cosas que normalmente uno da por sentadas, que no valora, en ese momento carecíamos de ellas porque, aunque nos llegaron muchos alimentos, por ejemplo no teníamos pan y otras cosas de primera necesidad. En todo caso, la ayuda fue desbordante, de Valencia, de todos los sitios de España y de fuera de España. Tanto a nivel personal como de donaciones. Algo que supuso también un gran esfuerzo de gestión, de tanta ayuda como recibíamos.

La labor de la parroquia y la implicación de la gente de Iglesia supuso para muchos una sorpresa y un acercamiento a la Iglesia que antes no tenían.
Sí, la verdad es que tanto el trabajo en la parroquia como también la ayuda de muchos sacerdotes y religiosas que vinieron desde fuera hizo que mucha gente del pueblo se quedara muy sorprendida. Porque no es solo que vinieran a consolar o dar un mensaje de esperanza, no, sino que venían a quitar barro, a colaborar en todo como los demás. Eso produjo una revolución mental en las personas donde se planteaban: «La Iglesia está conmigo, en todo». Y además con una sonrisa. Recuerdo a una mujer de la parroquia que me decía: «Cada vez que quiero ponerme a llorar,  no puedo, porque viene un voluntario y me saca una sonrisa». Es decir, que ya no era solo la ayuda humana, que por supuesto era muy necesaria, sino que también sin ese capital humano hubiera sido imposible levantar. Ese aire fresco que traían cuando venían, es que se nos hacían llorar porque veíamos esas riadas de personas de toda condición, de toda clase, que lo único que querían era ayudarnos. Fue una gran experiencia impresionante de humanidad y de fe.

¿Ahora que la vida, aunque muy lentamente, va volviendo a normalizarse, observa un antes y un después en el pueblo y en la parroquia?
Sí, en dos sentidos. Aunque hay personas a las que estas experiencias tan duras les suelen generar una especie de rabia interna en ellas, yo esto no lo he visto tanto, sino más bien al contrario. He observado como una necesidad de volver a aferrarse a algo que es más fuerte que tus cosas, porque han experimentado que hoy las tienes y mañana puedes no tener nada. Por lo tanto, no te puedes apoyar ahí. Al mismo tiempo y como es comprensible, empieza a aflorar un proceso de trauma, de duelo, porque al final también hay muchas historias que no se pueden recuperar, primero porque se han perdido vidas humanas de una forma terrible y luego también porque las personas mayores que han perdido su casa, aunque se les restablezca, ellos han perdido su historia, que no son solo cosas, sino recuerdos. Se puede llenar la casa de muebles y electrodomésticos, pero no son los suyos, no es aquello que le dejó su madre, por ejemplo. La pérdida a ese nivel, aparte de que a esas edades es muy difícil reponerse psicológicamente, hace que el suceso vaya a quedar marcado para siempre.

En su caso, ¿qué es aquello que se le va a quedar grabado para siempre?
Sí, la sensación de que esto es una oportunidad de la que Dios se puede valer. Cuando sucede algo tan fuerte, el dolor es lo que más une a las personas y ayuda a algo que es muy importante, a aprender a poner el corazón en lo verdaderamente esencial. Es decir, se libera uno de perjuicios, de percepciones y de barreras que al final nos dividen entre las personas. Esto nos ha unido mucho más. Como yo siempre digo, personas que antes no me saludaban «era el cura», ahora son mis amigos, porque hemos estado quitando barro juntos, lo demás da igual. Fuente: Noticias de la Archidiócesis de Oviedo.

Cáliz y corporal encontrados intactos por Salvador Romero, de la Iglesia San Ramón Nonato en Paiporta. Foto cedida por Salvador Romero.