La Ascensión del Señor
Los verbos de la fiesta de la ascensión tienen todos, de una manera implícita o explícita, el sentido de elevación y nos invitan de este modo a mirar a lo alto, a elevar el corazón, a dirigir los ojos al cielo, a trasladar nuestro corazón al lugar donde se encuentra Cristo a la derecha del Padre. Así, la solemnidad de la ascensión nos revela nuestra pertenencia, ya desde ahora, a la Jerusalén celestial, nuestro habitar en el cielo, "todavía no" con el cuerpo, pero sí "ya" con el espíritu y el corazón.
Cristo, al ascender al cielo, se llevó consigo el trofeo de su victoria sobre la muerte: su humanidad glorificada, la naturaleza que tiene en común con nosotros, con sus hermanos de carne y de sangre. Nos ha hecho prisioneros, dice Pablo. Cómo lo ha hecho? Ha hecho prisionero nuestro corazón ligando a Él nuestro deseo, nuestro amor; en efecto, el corazón se encuentra allí donde se encuentra el objeto que ama. "Si me amarais -afirma incesantemente Jesús-, os alegrarías de que suba al Padre".
En la medida en que nos humillemos y muramos con él, ascenderemos con él al Padre, seremos liberados de la esclavitud y llegaremos a ser hombres cada vez más libres. La espera del Cristo glorioso puede resultar difícil si sólo tenemos en cuenta los acontecimientos dolorosos de la vida humana, de la historia; sin embargo, es preciso cultivar, como lo hacían las primeras generaciones cristianas, el sentido de la inminencia. Nuestros ojos deben saber mirar al cielo sin alejarse de la tierra; más aún, recogiendo a los hermanos de sus dispersiones, para hacer converger también sus miradas hacia lo alto. Nuestra manera de trabajar y de cansarnos debería permitirnos también reposar ya con Cristo en el cielo.
Nuestro modo de vivir, de sufrir, de morir, debería manifestar con claridad que el misterio de la redención se va cumpliendo en nosotros.