Crecí en una familia muy unida, y una de las cosas más duras que hice en mi vida fue abandonar el hogar y la familia a la edad de diecisiete años para entrar en el noviciado de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada. Ese año de noviciado no fue fácil. Echaba mucho de menos a mis padres y hermanos, y me mantenía en contacto con ellos en tanto en cuanto las reglas y la comunicación de entonces lo permitían. Escribía una carta a casa cada semana, y mi madre me respondía fielmente con la misma regularidad. Aún conservo y aprecio esas cartas. Había abandonado el hogar, pero me mantenía en contacto, fiel miembro de la familia.
Pero mi vida vino a ser mucho más compleja y socialmente exigente después de eso. Me trasladé a un seminario y empecé a vivir en una comunidad con otros sesenta, con compañeros que entraban y salían constantemente durante mis siete años que estuve allí, de modo que, para cuando había acabado mi formación de seminario, había vivido en una comunidad interna con más de cien compañeros diferentes. Eso trajo sus propios desafíos. Los compañeros junto a los que había crecido abandonarían la comunidad para ser reemplazados por otros, de modo que cada año había una nueva comunidad y nueva amistades.
En los años siguientes al seminario, esa pauta empezó a crecer exponencialmente. Los estudios de graduado me llevaron a otros países y trajeron a mi vida una sucesión completa de nuevas personas, muchas de las cuales llegaron a ser amigos cercanos. En más de cuarenta años de enseñanza, me he encontrado con varios miles de estudiantes y he hecho muchos amigos entre ellos. La profesión de escritor y las conferencias públicas han traído miles de personas a mi vida. Aunque la mayoría de ellas pasaron por mi vida sin ninguna conexión significativa, algunas vinieron a ser amigos de toda la vida.
Comparto esto no porque crea que es único, sino más bien porque es típico. Hoy eso es en realidad la historia de todos. Más y más amigos pasan por nuestras vidas, de modo que en un momento surge necesariamente la pregunta: ¿cómo permanecer fiel a la familia de uno, a los viejos amigos, a los antiguos vecinos, a los antiguos compañeros de clase, a los antiguos estudiantes, a los antiguos colegas y a los viejos conocidos? ¿Qué supone guardarles fidelidad? ¿Visitas ocasionales? ¿Correos electrónicos, textos, llamadas? ¿Recordar cumpleaños y aniversarios? ¿Reuniones de clase? ¿Asistir a bodas y funerales?
Obviamente, hacer estas cosas sería bueno, aunque eso también constituiría una ocupación a tiempo completo. Algo más se nos debe pedir también aquí, a saber, una fidelidad que no sea accidental en correos electrónicos, textos, llamadas y visitas ocasionales. Pero ¿qué se puede hallar más profundo que el tangible contacto humano? ¿Qué puede haber más real que eso? La respuesta es la fidelidad, la fidelidad como el don de un alma moral compartida, la fidelidad como el don de la confianza y la fidelidad como permanecer auténtico al que eras cuando estabas en una comunidad humana tangible y al contacto con aquella gente que ya no es parte de tu vida diaria. Eso es lo que significa ser fiel.
Resulta interesante ver cómo las escrituras cristianas definen la comunidad y la fidelidad. En los Hechos de los Apóstoles leemos que, antes de Pentecostés, los que formaban la primera comunidad cristiana estaban todos “encerrados en una habitación”. Y aquí, aunque físicamente juntos, irónicamente no estaban en verdadera comunidad unos con otros, no eran en realidad una familia ni eran de hecho fieles mutuamente. Entonces después de recibir el Espíritu Santo, literalmente se escapan de esa habitación y se dispersan por toda la tierra, de modo que muchos de ellos ya no vuelven a verse más; y ahora, geográficamente distantes unos de otros, irónicamente vienen a ser una verdadera familia, componen una genuina comunidad y viven en fidelidad mutua.
Al fin y al cabo, la fidelidad no consiste en la frecuencia con que conectas físicamente con alguien, sino en vivir en un espíritu compartido. La infidelidad no es cuestión de separación por la distancia, de olvidar un aniversario o un cumpleaños, o de no ser capaz de permanecer en contacto con alguien a quien aprecias. La infidelidad es apartarse de la verdad y la virtud que una vez compartiste con esa persona a la que aprecias. La infidelidad es un cambio de alma. Somos infieles a la familia y los amigos cuando nos volvemos una persona diferente moralmente como para no compartir ya un espíritu común con ellos.
Puedes estar viviendo en la misma casa con alguien, compartir diariamente el pan y la conversación con él o ella, y no ser un miembro fiel de la familia o el amigo; lo mismo que puedes ser un amigo fiel y miembro de la familia y no ver a ese amigo o miembro de la familia durante cuarenta años. Ser fiel en recordar los cumpleaños es admirable, pero la fidelidad consiste más en recordar quién eras tú cuando ese nacimiento fue tan especial para ti. La fidelidad consiste en mantener la afinidad moral.
Buscando la mejor de mis posibilidades, trato de permanecer en contacto con la familia, los viejos amigos, los antiguos compañeros de clase, los antiguos estudiantes, los antiguos colegas y los viejos conocidos. Por lo general, eso me desborda un poco. Por tanto, pongo mi confianza en la fidelidad moral. Como mejor puedo, trato de comprometerme a guardar la misma alma que tenía cuando dejé el hogar siendo joven, lo cual me caracterizó y definió cuando me encontré con toda esa maravillosa gente a lo largo del camino. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -