Estamos en un tiempo amargo. Por todas partes hay ira, condenación de los demás y amarga discordia; tanto que hoy somos sencillamente incapaces de tener una discusión razonable sobre cualquier sensible acontecimiento político, moral o doctrinal. Nos demonizamos unos a otros hasta el punto de que cualquier intento de razonar unos con otros (sin hablar de llegar a un acuerdo ni compromiso) generalmente sólo ahonda la hostilidad. Si dudáis de esto, sólo necesitáis mirar los noticiarios cualquier noche, leer cualquier periódico o seguir la discusión sobre la mayor parte de las cuestiones morales y religiosas.
Lo primero que resulta evidente es el radical odio en nuestra energía y cómo tendemos a justificarlo por motivos morales y religiosos. Esta es nuestra protesta: Estamos luchando por la verdad, la decencia, la justicia, Dios, la familia, la iglesia, el dogma genuino, la práctica honrada, Cristo mismo, de modo que nuestra ira y odio están justificados. La ira está justificada, pero el odio es un infalible signo de que estamos actuando de una manera contraria a la verdad, la decencia, la justicia, Dios, la familia, la iglesia, el dogma genuino, la práctica honrada y Cristo. Sería duro argüir que esta clase de energía surge del espíritu de Dios y no de alguna otra parte.
Mirando a Jesús vemos que todas sus energías estaban dirigidas hacia la unidad. Jesús nunca predicó el odio, como se ve claro por el Sermón de la Montaña, como se comprueba en su gran oración sacerdotal en favor de la unidad en el Evangelio de Juan, y como es evidente en los frecuentes avisos que nos da de ser pacientes unos con otros, no juzgarnos unos a otros y perdonarnos unos a otros.
Pero uno podría objetar: ¿Qué hay sobre los propios (aparentemente) amargos juicios de Jesús? ¿Qué sobre él hablando severamente de otros? ¿Qué sobre él perdiendo su calma y usando látigos para expulsar del templo a los cambistas? Por cierto, ¿qué hay sobre su afirmación: He venido a traer fuego a esta tierra?
Estas afirmaciones son malinterpretadas constantemente y usadas falsamente para buscar excusa a nuestra falta de genuino amor cristiano. Cuando Jesús dice que ha venido a traer fuego a esta tierra y desea que esté ya ardiendo, el fuego al que se está refiriendo no es el fuego de la división sino el fuego del amor. Jesús hizo un voto de amor, no de alienación. Su mensaje provocó odiosa oposición, pero no se autodefinió como un guerrero cultural ni eclesial. Predicó y encarnó sólo amor, y eso encendió a veces su oposición. (Y todavía la incendia). En ocasiones, desencadenó odio en la gente, pero él nunca odió a cambio. Por el contrario, lloró en empatía, entendiendo que a veces el mensaje de amor y amistad desencadena odio dentro de los que por cualquier razón en ese momento no pueden soportar plenamente la palabra amor. También, el incidente expulsando del templo a los cambistas, siempre citado falsamente para justificar nuestra ira y juicio hacia los demás, tiene un énfasis y significado diferente. Su acción mientras el templo es purificado de la gente que estaba (legítimamente) cambiando moneda judía por dinero extranjero con el fin de permitir a los extranjeros comprar lo que necesitaban para ofrecer sacrificios, tiene que ver con él despejando un obstáculo en el camino de acceso universal a Dios, no con la ira a algunas personas en particular.
Frecuentemente hacemos caso omiso del Evangelio. El faccionalismo, el tribalismo, el racismo, el autointerés económico, la diferencia histórica, el privilegio histórico y el temor causan continuamente amarga polarización y desencadenan un odio que devora la estructura misma de una comunidad; y ese odio se justifica constantemente al apelar a algún alto motivo moral o religioso. Pero el Evangelio nunca permite eso. Nunca nos permite minusvalorar la caridad y nos niega el permiso para justificar nuestra amargura por motivos morales y religiosos. Nos llama a un amor, una empatía y un perdón que abarca a todos sin excepción, de modo que deseemos y hagamos el bien precisamente a los que nos odian. Y eso prohíbe categóricamente racionalizar el odio en su nombre o en el nombre de la verdad, la justicia o el dogma genuino.
El difunto Michael J. Buckley, mirando a la amarga polarización de nuestras iglesias, sugiere que nada justifica nuestra actual amargura: “El triste hecho es, sin embargo, que a menudo no resulta un gran truco hacer que hombres y mujeres se vuelvan unos contra otros en alguna terrible forma de condenación. Las luchas, incluso las luchas personales, son realidades terribles, y las más horribles de estas son con frecuencia luchas religiosas que se autojustifican. Para engañados o divididos bajo apariencia de buenos, bajo la rúbrica de la ortodoxia o liberalidad, de la comunidad o de la libertad personal, incluso de la santidad misma, facciones de hombres y mujeres pueden desintegrarse poco a poco en mezquindad o cinismo o enemistad o amargura. De este modo, la Iglesia cristiana viene a estar dividida.
Necesitamos ser cuidadosos en nuestras luchas culturales y religiosas. Nunca hay una excusa para la falta de caridad elemental. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -