Cristianismo, Judaísmo e Islamismo: al fin y al cabo, todos creen en el mismo Dios. Curiosamente, a la vez, en opinión popular, también todos tienden a concebir a Dios de la misma manera: varón, célibe y no siendo particularmente feliz.
Pero, ¿qué hay de esa otra opinión popular, esto es, que Dios no es particularmente feliz, especialmente con nosotros?
He aquí una respuesta clara: Dios es feliz. ¿Cómo puede Dios no serlo? Si Dios es unidad perfecta, bondad perfecta, verdad perfecta, belleza perfecta y plenitud perfecta en todos aspectos, ¿cómo en tal caso puede Dios no ser felicidad perfecta? Un Dios infeliz no sería Dios, porque un tal Dios carecería del poder de hacerse (perdón por el pronombre) feliz. No es una insuficiencia menor para Dios. Así que un Dios perfecto es también un Dios perfectamente feliz. Pero eso es una afirmación metafísica. No obstante, podemos preguntar: ¿Dios es feliz emocionalmente y Dios está feliz con nosotros? ¿No debe Dios poner cara seria a veces y menear la cabeza en frustración por nuestra conducta? Ciertamente Dios no puede estar feliz con muchas cosas que suceden en nuestro mundo. Dios no puede estar feliz ante el pecado.
Bueno, igual que en cualquier otra cosa sobre Dios, aquí hay cosas que no podemos comprender. Sin embargo, esto debe afirmarse mucho, tanto desde lo que es más profundo en la revelación de nuestras escrituras como desde el testimonio de incontables personas buenas: ¡Dios es feliz! Dios no está habitualmente frustrado con nosotros, poniendo cara seria a nuestras debilidades y enviando a la mayoría de nosotros al infierno. Más bien, Dios es como el cariñoso padre de un niño pequeño, induciéndonos siempre hacia adelante, deleitándose en nuestra energía, deseando que prosperemos, entristecido cuando actuamos de maneras que traen infelicidad a los otros y a nosotros mismos, pero siendo comprensivo con la debilidad más bien que enojado e infeliz.
Juliana de Norwich, la afamada mística, describe a Dios de esta forma: Dios está sentado en el cielo, sonriendo, completamente relajado, su rostro semejando una maravillosa sinfonía. Cuando leí por primera vez este pasaje hace algunos años, me dejó atónito tanto por el concepto de Dios sonriendo como por la imagen de Dios relajado. Nunca había pensado en Dios “relajado”. Ciertamente con todo lo que está sucediendo en nuestro mundo y ciertamente con todas las traiciones, grandes y pequeñas, de nuestras vidas, Dios debe de estar tenso, frustrado y ansioso. Es difícil, pero más fácil, figurarse a Dios sonriendo (al menos, a veces), pero es excesivamente difícil figurarse a Dios relajado, no estando tenso por todo lo que hay de malo en nosotros y nuestro mundo.
He aquí mi panorama al pelear a brazo partido con eso. Fui maravillosamente bendecido en mi origen religioso. Desde mis padres y familia, a través de la comunidad parroquial en la que crecí, a través de las monjas ursulinas que me enseñaron en la escuela, no podías haber ordenado un ambiente de fe más ideal. Experimenté que la fe y la religión eran vividas en la vida real de un modo que le daba credibilidad y la hacía atractiva. Mi formación seminarística y mis estudios teológicos reforzaron fuertemente eso. Pero, durante todo ese tiempo, en el fondo, había una imagen de un Dios que no era muy feliz y que sonreía sólo cuando la ocasión lo merecía, que no era muy frecuente. La consecuencia de eso en mi vida fue un ansioso intento de dar siempre la talla, de ser lo suficientemente bueno, no hacer infeliz a Dios y ganar la aprobación y el afecto de Dios. Pero, por supuesto, nunca podemos ser suficientemente buenos, nunca dar la talla; y así, es natural creer que Dios no está nunca en realidad feliz con nosotros y de ningún modo es realmente feliz.
En teoría, por supuesto, nosotros lo sabemos mejor. Teóricamente, tenemos tendencia a poseer un concepto más acertado de Dios; pero no es tan fácil poner el corazón en juego. Es costoso sentir dentro de mí mismo que Dios es feliz, feliz con nosotros, feliz conmigo. Me ha costado setenta años darme cuenta, aceptar, consolarme y finalmente abismarme en el hecho de que Dios es feliz. No estoy seguro de lo que puso en acción dentro de mí todos los disparaderos que me ayudaron a realizar ese cambio, pero el hecho de que Dios es feliz me viene ahora siempre que estoy orando de todo corazón, clara y sinceramente. Es también lo que me viene cuando miro a los santos en mi vida, esos hombres y mujeres a los que más admiro en la fe, que reflejan para mí el rostro de Dios. Ellos están felices, relajados, y no disgustados poniendo constantemente cara seria. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -