El coraje no es uno de mis puntos fuertes, al menos no un género particular de coraje.
La Escritura nos dice que mientras Juan Bautista crecía, se hacía fuerte en espíritu. Mi crecimiento fue algo diferente. A diferencia de Juan Bautista, mientras yo crecía, me volvía acomodaticio en espíritu. Esto tuvo sus razones. Nací con lo que Ruth Burrows describiría como “sensibilidad torturada”, una personalidad hipersensible, y nunca he sido capaz de desarrollar una piel bien curtida. Esa no es la materia prima de la que está hechos los profetas. Cuando eres niño, en el patio de juego te va mejor tener la fuerza física bruta para desafiar una situación injusta, o te va mejor dejar marchar las cosas para que no te perjudiquen. También te va mejor desarrollar agudas destrezas en evitar la confrontación y en el arte de procurar la paz. Igualmente, cuando no estás dotado de una fuerza física superior y surgen situaciones desafiantes en el patio, en seguida aprendes a huir de la confrontación. En el patio, el cordero sabe que es mejor no acostarse con el león ni enfrentarse a él, al margen de las visiones escatológicas del profeta Isaías.
Y no todo eso es malo. Crecer como lo hice no contribuyó a tener una piel bien curtida ni el coraje vivo que se supone para ser profeta, pero me dio una aguda pantalla de radar, a saber, una sensibilidad que, en el mejor de los casos, es una genuina empatía (aunque, en el peor de los casos, me tiene eludiendo situaciones de conflicto). De todos modos, eso no me ha dotado particularmente de cualidades que contribuyan al coraje profético. Deseo, habitualmente, no contrariar a la gente. Me disgusta la confrontación y quiero la paz casi a cualquier precio, aunque trazo algunas líneas sobre arena. Sin embargo, no soy ningún Juan Bautista, y ello me ha costado muchos años aprenderlo, admitirlo y entender por qué, a la vez que entender que mi temperamento e historia son sólo una explicación y a veces no una excusa para mi cobardía.
Al fin y al cabo, la virtud del coraje no depende del origen, temperamento ni tenacidad mental, aunque estos pueden ayudar. El coraje es un don del Espíritu Santo, y por eso el temperamento y los antecedentes de uno sólo pueden servir como explicación y no como excusa por la falta de coraje.
Destaco esto porque nuestra situación hoy nos reclama coraje, el coraje para la profecía. Hoy necesitamos desesperadamente profetas, pero escasean; y demasiados de nosotros no estamos deseosos de prestarnos a esa tarea. ¿Por qué no?
Un reciente número de la revista Commonweal presentaba un artículo de Bryan Massingale, una fuerte voz profética sobre la cuestión del racismo. Massingale opina que la razón de que veamos tan poco progreso verdadero en el tratamiento de la injusticia racial es la ausencia de voces proféticas donde son más necesarias, en este caso, entre los muchos blancos buenos que ven la injusticia social, simpatizan con los que la sufren, pero no hacen nada por ella. Massingale, que da conferencias a lo largo y ancho del país, cuenta cómo muchas veces, en sus conferencias y en sus clases, la gente le pregunta: Pero, ¿cómo me enfrento a esto sin contrariar a la gente? Esta pregunta expresa acertadamente nuestra reticencia; y -creo yo- señala no sólo el problema sino también el desafío.
Como diría Shakespeare: “¡Ah, ahí está el busilis!” Para mí, esta cuestión toca un nervio moral sensible. Si hubiera estado en una de sus clases, no habría dudado en haber sido uno de los que le hicieron esa pregunta: “Pero, ¿cómo desafío al racismo sin contrariar a la gente? He aquí mi problema: Yo quiero hablar claro proféticamente, pero no quiero contrariar a los otros; quiero desafiar el privilegio blanco al que estamos ciegos tan congénitamente, pero no quiero alejarme de la gente generosa y de buen corazón que sostiene nuestra escuela; quiero hablar claro más fuertemente contra la injusticia en mis escritos, pero no quiero que, como resultado, muchos periódicos dejen de publicar mi columna; quiero ser valiente y hacer frente a los demás, pero no quiero vivir con el odio consiguiente; y quiero señalar públicamente las injusticias y señalar nombres, pero no quiero alejarme de esa misma gente. Así que esto me deja orando aún por el coraje necesario para la profecía.
Hace varios años, un profesor que visitó nuestra escuela, un afro-americano, estuvo contando a nuestra facultad algunas de las injusticias casi diarias que él experimenta simplemente a causa del color de su piel. En un momento le pregunté: “Si yo, como hombre blanco, me acercara a ti, como Nicodemo se acercó a Jesús por la noche, y te preguntara qué debería hacer, ¿qué me dirías?” Su respuesta: Jesús no excusó a Nicodemo fácilmente sólo porque confesó sus temores. Nicodemo tuvo que hacer un acto público para traer su fe a la luz, tuvo que solicitar el cuerpo muerto de Jesús. Por lo tanto, su desafío para mí: necesitas hacer un acto público.
Tenía razón; pero aún estoy orando para que el coraje profético haga eso. ¿Y no estamos orando todos nosotros por lo mismo? Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -