“Lo excusable no necesita ser excusado y lo inexcusable no puede ser excusado”.
Michael Buckley escribió esas palabras y contienen un importante desafío. Siempre intentamos excusar lo que no necesitamos excusar y siempre intentamos excusar lo inexcusable. Ninguna de las dos cosas es necesaria. Ni útil.
Podemos aprender una lección de cómo Jesús trató a los que le traicionaron. Un ejemplo claro es el apóstol Pedro, especialmente elegido y apodado como la roca de la comunidad apostólica. Pedro era un hombre honesto con una sinceridad infantil, una fe profunda, y él, más que la mayoría de los demás, comprendió profundamente el significado de quién era Jesús y lo que significaba su enseñanza. De hecho, fue él quien, en respuesta a la pregunta de Jesús (¿Quién dices que soy?), respondió, "Tú eres el Cristo, el hijo del Dios vivo". Sin embargo, minutos después de esa confesión, Jesús tuvo que corregir esta falsa concepción de Pedro de lo que eso significaba y luego reprenderlo por tratar de desviarlo de su propia misión. Más dramáticamente, fue Pedro quien, a pocas horas de un arrogante alarde de que, aunque todos los demás traicionarían a Jesús, él permanecería fiel, traicionó a Jesús tres veces, y esto en la hora más necesitada de Jesús.
Más tarde tenemos conocimiento de la conversación que Jesús tiene con Pedro con respecto a esas traiciones. Lo que más significativo es que Jesús no le pide a Pedro que se explique, no lo excusa y no dice cosas como: "¡No eras realmente tú mismo! ¡Puedo entender cómo alguien puede estar muy asustado en esa situación! ¡Puedo sentir empatía, sé lo que el miedo puede hacerte!" Nada de eso. Lo excusable no necesita ser excusado y lo inexcusable no puede ser excusado. En la traición de Pedro, como en nuestras propias traiciones, hay invariablemente algo de ambas, lo excusable y lo inexcusable.
Entonces, ¿qué hace Jesús con Pedro? No pide una explicación, no pide una disculpa, no le dice a Pedro que está bien, no ofrece excusas para Pedro, y ni siquiera le dice a Pedro que lo ama. En lugar de eso, le pregunta a Pedro: "¿Me quieres?" Pedro responde que sí, y todo sigue adelante a partir de ahí.
A partir de este momento todo avanza. Todo tiene futuro después de una confesión de amor, sobre todo una confesión honesta de amor después de una traición. Las disculpas son necesarias (porque eso es hacerse cargo de la falta y la debilidad para sacarla completamente del alma de quien fue traicionado) pero las excusas no ayudan. Si la acción no fue una traición, no es necesaria ninguna excusa; si lo fue, ninguna excusa la absuelve. Una excusa o un intento de excusa sirve para dos propósitos, ninguno de ellos bueno. En primer lugar, sirve para racionalizar y justificar, ninguna de estas dos cosas es útil para el traidor o el traicionado. En segundo lugar, debilita la disculpa y la hace menos clara y radical, por lo que no elimina completamente la traición del alma de quien ha sido traicionado; y, por eso, no es tan útil una expresión de amor como lo es un reconocimiento claro y honesto de nuestra traición y una disculpa que no intenta excusar su debilidad y traición.
Lo que el amor nos pide cuando somos débiles es asumir de forma honesta, no racionalizada, de nuestra debilidad junto con una declaración que nace del corazón: "¡Te amo!" Las cosas pueden avanzar a partir de ahí. El pasado y nuestra traición no se borran, ni se excusan; pero, en el amor, podemos vivir más allá de ellos. Expurgar, excusar o racionalizar es no vivir en la verdad; es injusto para el traicionado ya que él o ella carga con las consecuencias y las cicatrices.
Sólo el amor puede llevarnos más allá de la debilidad y la traición y este es un principio importante no sólo para aquellos casos en la vida en que traicionamos y herimos a un ser querido, sino para nuestra comprensión de la vida en general. Somos humanos, no divinos, y como tales estamos acosados, congénitamente, cuerpo y mente, con debilidades e insuficiencias de todo tipo. Ninguno de nosotros, como dice San Pablo gráficamente en su Epístola a los Romanos, está a la altura. El bien que queremos hacer, terminamos no haciéndolo, y el mal que queremos evitar, terminamos habitualmente haciéndolo. Una parte de esto, por supuesto, es comprensible, excusable, así como otra parte es inexcusable, excepto por el hecho de que somos humanos y parcialmente un misterio para nosotros mismos. De cualquier manera, al final del día, no se pide ninguna justificación o excusa (o ayuda). No avanzamos en la relación diciéndole a Dios o a alguien a quien hemos lastimado: "¡Tienes que entender! En esa situación, ¿qué otra cosa podía hacer yo también? No quería hacerte daño, ¡sólo que era demasiado débil para resistirme!" Eso no ayuda, ni es necesario. Las cosas avanzan cuando, sin excusas, admitimos la debilidad y nos disculpamos por la infidelidad. Como Pedro cuando Jesús se lo pidió tres veces: "¿Me amas?" de nuestros corazones tenemos que decir: "Tú lo sabes todo, sabes que te amo". Ron Rolheiser -