"La última tentación es la mayor traición: Hacer lo correcto por la razón equivocada". T.S. Eliot escribió esas palabras para describir lo difícil que es purgar nuestras motivaciones de preocupaciones egoístas, hacer cosas por razones que no tienen que ver en última instancia con nosotros mismos. En el libro de Eliot “Asesinato en la Catedral”, su personaje principal es Thomas Becket, el Arzobispo de Canterbury, que es martirizado por su fe. Aparentemente, Becket es un santo, desinteresado, motivado por la fe y el amor. Pero Eliot ironiza en "Asesinato en la Catedral", la narración exterior no cuenta la historia más profunda, no muestra lo que está en juego más profundamente. No es que Thomas Becket no fuera un santo o que no fuera honesto en su motivación para hacer buenas obras; sino que todavía había una "última tentación" que necesitaba superar en el camino para convertirse en un santo completo. Bajo la superficie de la narración siempre hay una batalla moral honda, sutil e invisible, una "última tentación" que tiene que ser superada. ¿Cuál es esa tentación?
Es una tentación que viene disfrazada de gracia y nos tienta de esta manera: ser desinteresados, ser fieles, hacer cosas buenas, no comprometer nunca la verdad, estar sobre los demás, llevar su soledad a un alto nivel, estar por encima de la mediocridad de la multitud, ser esa persona de moral excepcional, aceptar el martirio si se le pide. Pero, ¿por qué? ¿Por qué razón?
Hay muchos motivos por los que queremos ser buenos, pero el que se disfraza de gracia y es realmente una tentación negativa es éste: ser buenos por el respeto, la admiración y el buen nombre que se ganará, por la genuina gloria que esto conlleva. Esta es la tentación a la que se enfrenta una buena persona. Querer un buen nombre no es algo malo, pero al final se trata de algo que solo tiene que ver con nosotros mismos.
En mis momentos de mayor reflexión, esto me persigue y me deja con dudas. ¿Estoy haciendo realmente lo que estoy haciendo por Jesús, por los demás, por el mundo, o lo estoy haciendo por mi propio buen nombre y cómo puedo entonces sentirme bien por ello? ¿Lo hago para que otros puedan vivir vidas más plenas y menos temerosas o lo hago por el respeto que me da? Cuando enseño, ¿es mi verdadera motivación hacer que otros se enamoren de Jesús o que me admiren por mis conocimientos? Cuando escribo libros y artículos, ¿estoy realmente tratando de comunicar sabiduría o estoy tratando de mostrar lo sabio que soy? ¿Esto es va de Dios o va de mí?
Tal vez nunca podamos responder realmente a estas preguntas ya que nuestra motivación es siempre mixta y es imposible resolver esto exactamente. Pero aún así, le debemos a los demás y a nosotros mismos cuestionarnos a nosotros mismos sobre esto en la oración, en la conciencia, en la dirección espiritual y en la conversación con los demás. ¿Cómo superamos esa "última tentación", para hacer lo correcto y no hacerlo solo por nosotros mismos?
La lucha para superar el egoísmo y motivarnos por un altruismo transparente y honesto puede ser una batalla imposible de ganar. Clásicamente, las iglesias nos han dicho que hay siete pecados mortales (orgullo, codicia, ira, envidia, lujuria, gula, pereza) que están ligados a nuestra propia naturaleza y con los que lucharemos toda nuestra vida. Y el problema es que cuanto más parezca que los superamos, más se las arreglan para disfrazarse de formas más sutiles en nuestras vidas. Por ejemplo, abrazar el consejo de Jesús de no ser orgulloso y adoptar el lugar más prestigioso en la mesa y luego avergonzarse de que se le pida que se mueva a un lugar más bajo, sino más bien humildemente tomar el asiento más bajo para ser invitado a moverse al más alto. Ese es un consejo práctico, sin duda, pero también puede ser una receta para un orgullo del que podamos sentirnos realmente orgullosos. Una vez que hemos demostrado nuestra humildad y hemos sido reconocidos públicamente por ello, entonces podemos sentir un orgullo verdaderamente superior por lo humildes que hemos sido! Es lo mismo para todos los pecados mortales. A medida que logramos no ceder a las tentaciones más crasas, se vuelven a arraigar en formas más sutiles dentro de nosotros.
Nuestras faltas se manifiestan pública y crasamente cuando somos inmaduros, pero el hecho es que generalmente no desaparecen cuando ya somos personas maduras. Simplemente adoptan formas más sutiles. Por ejemplo, cuando soy inmaduro y estoy obcecado en mi propia vida y ambiciones, puede que no piense mucho en ayudar a los pobres. Entonces, cuando sea mayor, más maduro y más formado teológicamente, escribiré artículos confesando públicamente que todos deberíamos hacer más por los pobres. Bueno, retarme a mí mismo y a otros a estar más atentos a los pobres es, de hecho, una cosa buena... y aunque eso no ayude mucho a los pobres, sin duda me ayudará a sentirme mejor conmigo mismo. ¿Cómo podemos ir más allá de esta última tentación, de hacer lo correcto por la razón equivocada? Ron Rolheiser -