Siempre al frente de nuestras almas. Artículo.

En ocasiones, nada hay tan útil como una buena metáfora.

En su libro The God instinct (El instinto de Dios), Tom Stella ofrece esta historia: Unos hombres que se ganaban la vida como mozos de cuerda fueron contratados un día para transportar al hombro una ingente cantidad de bultos para un grupo en un safari. Sus cargas eran extraordinariamente pesadas y la travesía por la jungla resultaba escabrosa. Tras varios días de viaje se pararon, descargaron los bultos y rehusaron continuar. Ni ruegos, ni sobornos, ni amenazas lograron persuadirlos a que siguieran. Preguntados por qué no podían continuar, respondieron: “No podemos continuar: tenemos que esperar a que nuestras almas se pongan al corriente con nosotros”.

Eso mismo nos pasa a nosotros en la vida, aunque mayormente nunca esperamos a que nuestras almas se nos pongan al corriente. Continuamos sin ellas, a veces durante años. Lo que esto quiere decir es que luchamos por estar en el momento presente, sentirnos dentro de nuestra propia piel, ser conscientes de la riqueza de nuestra propia experiencia. Demasiado frecuentemente, nuestras experiencias no son muy conmovedoras porque no nos hacemos presentes a ellas. Me cito como ejemplo.

Durante los pasados veinticinco años, he mantenido un diario, un cuaderno de notas personales. Mi intención al mantener este diario es registrar las cosas más profundas de las que tengo conciencia a lo largo de cada día; pero generalmente lo que en realidad vengo a anotar es una simple cronología de mi día, un diario, una mera y escueta recopilación de lo que hice hora tras hora. Mis diarios no se asemejan mucho al Diario de Ana Frank, a Marcas de Dag Hammarskjold, ni a Mi diario en la abadía Genesee de Henri Nouwen. Mis diarios se asemejan más a lo que podríais lograr de un alumno que describe el día que ha vivido en la escuela, una simple cronología de lo que sucedió. Aun así, cuando vuelvo después de algunos años y leo un  relato de lo que hice en un día determinado, siempre me quedo asombrado de lo rica y plena que fue mi vida ese día, aunque no fuera muy consciente de ello en tal momento. Mientras en realidad vivía por aquellos días, principalmente estaba luchando por tener hechos mis deberes, estar pendiente de las cosas, cumplir con las expectativas, cultivar algunos momentos de amistad y recreación entre las presiones del día, y acostarme a una hora razonable. No había allí mucha alma; simplemente rutina, tarea y prisa.

Sospecho que esto no es atípico. Casi todos vivimos el mayor número de nuestros días no muy conscientes de lo ricas que son nuestras vidas, dejando para siempre olvidadas nuestras almas. Por ejemplo, muchas son las mujeres que dedican de diez a quince años de su vida a tener y criar hijos, con todo lo que eso implica, atender constantemente a las necesidades de alguno más, levantarse por la noche para dar de mamar a un niño, emplear las 24 horas del día en constante alerta, sacrificar todo el tiempo de asueto y dejar a la espera su carrera y su creatividad personal. Y aun así, frecuentemente esa misma mujer, más tarde, reflexiona sobre esos años y desea poder revivirlos; pero ahora de una manera más conmovedora, mucho más consciente de lo privilegiado que resultó hacer precisamente esas cosas que hizo con tanto tedio y cansancio. Años más tarde, mirando hacia atrás, ve qué rica y preciosa fue su experiencia y, a  causa de la carga y el estrés, qué poco presente estuvo su alma entonces a lo que estaba experimentando.

Esto puede ser multiplicado con mil ejemplos. Todos nosotros hemos leído escritos donde alguien cuenta de qué modo tan diferente procedería si volviera a vivir. Casi todas esas  historias vuelven a manejar el mismo motivo. Dada otra oportunidad, yo trataría de disfrutarla más, esto es, trataría de mantener mi alma más presente y más consciente.

Me temo que, para casi todos nosotros, nuestras almas sólo se pondrán al corriente con  nosotros cuando, finalmente, estemos en la tercera edad, con la salud disminuida, la energía menos intensa y ninguna oportunidad de trabajar. Parece que necesitamos primero perder algo antes de que lo apreciemos plenamente. Tenemos tendencia a tomar la vida, la salud, la energía y el trabajo por supuestos, hasta que nos los arrebatan. Sólo después del hecho caemos en la cuenta de qué ricas han sido nuestras vidas y qué pocas de esas riquezas asimilamos en su momento.

Nuestras almas, finalmente, se pondrán al corriente con nosotros, pero sería bueno que no esperáramos hasta que estuviéramos en vida asistida para que sucediera esto. Como los mozos de cuerda que descargaron sus bultos y se pararon, nosotros necesitamos pararnos y esperar a que nuestras almas se pongan al corriente.

Al comienzo de su sacerdocio, cuando el papa Francisco era director de un colegio, en un determinado momento del día tenía cortado el sistema de megafonía e interrumpía el trabajo que se estaba llevando en cada aula, con estas sugerencias: Sé agradecido. Marca tu horizonte. Haz balance de tu día. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) Fuente: Ciudad Redonda.org