Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único



Domingo 4º de Cuaresma



La Palabra nos invita ante todo a reflexionar sobre la vida humana como viaje de regreso a la casa del Padre, viaje no individual, sino como pueblo, como humanidad: no podemos quedarnos indiferentes con la suerte de nuestros hermanos. La Iglesia -cada cristiano- siente que debe vivir cada vez más en Cristo para poder dar vida a quien yace "en las tinieblas y sombra de muerte".

Teniendo la mirada fija en él, la comunidad cristiana puede alimentar la lámpara de la esperanza. Pues Cristo, sacerdote y víctima, es el documento con el que el Padre celestial nos declara su amor infinito, nos revela su designio de salvación y nos invita a acoger su don. Deseamos la vida, pero estamos rodeados por la realidad de muerte. Para que crezca la vida, es preciso insertarnos en la fuente de la vida que es Cristo, es necesario hacer de la vida presente un don.

El tiempo con Jesús, vivido minuto a minuto, adquiere un significado nuevo. Él se presenta como elevado en la cruz, pero también como glorificado en el sufrimiento.

En él se nos brinda la visión concreta y desconcertante del amor de Dios. Si tenemos los ojos fijos en el Crucificado, poco a poco, como fuente viva, brotará en nosotros el testimonio del Espíritu: Cristo "me amó y se entregó por mí" (Gal 2,20). Y esta fuente no dejará nunca de borbotear su canto de amor en el que confluyen lágrimas de arrepentimiento y lágrimas de alegría. Por pura gracia estamos salvados mediante la fe, por gracia, por gracia...