Hay una frase hondamente enterrada en la escritura que es citada demasiado raramente. La Carta a los Hebreos indica simplemente: Es imposible que Dios mienta. (He 6, 18). No podría ser de otra manera. Dios es la Verdad, ¿cómo, pues, podría mentir Dios? Que Dios mintiera sería negación de la verdadera naturaleza de Dios.
Consecuentemente, que nosotros mintamos es ir directamente contra Dios.
Mentir es la definición de irreverencia y blasfemia. Es una afrenta a la
naturaleza de Dios.
Si somos conscientes de eso, no lo hemos tomado en serio últimamente.
Por dondequiera, desde incontables tweets, textos y blogs de redes
sociales hasta las más altas oficinas de gobierno, empresas e incluso la
iglesia, estamos viendo una relación siempre deteriorada con la
realidad y la verdad. Mentir y crear la propia verdad de uno han venido a
ser socialmente aceptables (hasta un grado espantoso). ¿Qué ha
cambiado? ¿No hemos mentido siempre? ¿Quién de entre nosotros puede
asegurar que nunca ha dicho una mentira o información falsificada de una
manera u otra? ¿Qué resulta diferente hoy?
Lo que resulta diferente hoy es que, hasta nuestra generación, tú podías ser sorprendido en una mentira, avergonzado por decirla, forzado a aceptar tu propia deshonra. Nada más. Hoy nuestra relación con la verdad está fracturándose hasta un grado en que ya no distinguimos, moral ni prácticamente, entre una mentira y la verdad. Una mentira, ahora, es simplemente otra modalidad de la verdad.
¿Cuál es el efecto neto de esto? Lo estamos viviendo. Sus efectos están por doquier. Primero, ha decaído un sentido compartido de la realidad donde, como comunidad, ya no tenemos una epistemología común y un sentido compartido de lo bueno y lo malo. La gente ya no se refiere a la realidad de la misma manera. La verdad de una persona es la mentira de otra persona. Se está haciendo imposible definir lo que constituye una mentira.
Esto no sólo destruye la verdad entre nosotros; peor, juega con nuestro sentido común y con algunos de los más profundos cromosomas morales y religiosos que hay en nosotros. Como escribí en esta columna hace varios meses, nosotros creemos que hay cuatro propiedades trascendentales para Dios. Enseñamos que Dios es Uno, Verdadero, Bueno y Bello. Porque Dios es Uno, completo y consistente, nunca puede haber contradicciones internas en Dios. Esto podría sonar abstracto y académico, pero esto es lo que sujeta nuestro sentido común. Estamos cuerdos y permanecemos cuerdos sólo porque siempre podemos confiar en que dos más dos son cuatro -siempre, siempre-. La Unidad de Dios es lo que sujeta eso. Si eso cambiara alguna vez, entonces la clavija que amarra nuestro sentido común sería eliminada. Una vez que dos más dos sean igual a algo diferente de cuatro, entonces nada podrá conocerse con seguridad ni en nada podrá confiarse de nuevo alguna vez. Ese es el mayor peligro de lo que está sucediendo hoy. Estamos soltando nuestra psique.
El siguiente peligro de mentir es lo que hace a aquellos de nosotros que mentimos. Fyodor Dostoyevski lo resume sucintamente: “Las personas que se mienten a sí mismas y escuchan su propia mentira llegan a tal estado que no pueden distinguir la verdad en ellos, o en torno a ellos; y así pierden todo el respeto por ellos mismos y por otros. Y no teniendo ningún respeto, dejan de amar”. Jordan Peterson añadiría esto: Si mentimos como por costumbre, “después de eso viene la arrogancia y la sensación de superioridad que inevitablemente acompaña a la producción de exitosas mentiras (hipotéticamente exitosas mentiras; y ese es uno de los mayores peligros: evidentemente todos son engañados, así que todos son estúpidos, menos yo. Todos son estúpidos, y engañados, por mí; así que me puedo escapar con todo lo que quiera). Finalmente, se da la proposición: ‘El ser mismo es susceptible de mi manipulación’. Siendo así, no merece ningún respeto”.
El aviso de Jesús en el Evangelio de Juan es el más fuerte de todos. Nos dice que si mentimos como por costumbre, al fin creeremos nuestras propias mentiras y confundiremos la falsedad con la verdad, y la verdad con la falsedad; y eso resulta un pecado imperdonable (una “blasfemia contra el Espíritu Santo”) porque la persona que está mintiendo ya no quiere ser perdonada.
Finalmente, mentir destruye la confianza entre nosotros. La confianza se afirma sobre la creencia de que todos aceptamos que dos más dos son cuatro, que todos aceptamos que existe tal cosa como realidad, que todos aceptamos que la realidad puede ser falsificada por una mentira, y que todos aceptamos que una mentira es falsedad, y no precisamente otra modalidad de la verdad. Mentir destruye esa confianza.
Vivir en un mundo que juega rápido y fácil con la realidad y la verdad juega también con nuestra soledad. George Eliot preguntó una vez: “¿Qué soledad resulta más solitaria que la desconfianza?” ¡Qué cierto! “La soledad más solitaria de todas es la soledad de la desconfianza”. ¡Bienvenido a nuestro no-tan-audaz mundo nuevo! Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -