Jesús fue un gran maestro moral; y sus enseñanzas, si se siguieran, transformarían el mundo. Dicho sencillamente, si todos nosotros viviéramos el Sermón de la Montaña, nuestro mundo sería acogedor, pacífico y justo; pero el propio interés resiste frecuentemente a la enseñanza moral. Desde los Evangelios vemos que no fue la enseñanza de Jesús lo que influyó en los poderes del mal y finalmente reveló el poder de Dios. Eso no. Por el contrario, el triunfo de la bondad y el poder final de Dios fueron revelados a través de su muerte, por un grano de trigo que cayó en tierra y murió, y así dio mucho fruto. Jesús logró la victoria sobre los poderes del mundo de un modo que parece la antítesis de todo poder. No dominó a nadie con ninguna fuerza intelectualmente superior ni con ninguna persuasión mundana. No, reveló el poder superior de Dios simplemente al afirmarse en la verdad y el amor, aun cuando las mentiras, el odio y el poder egoísta estuvieran crucificándolo. Los poderes del mundo lo condujeron a la muerte, pero confió en que de alguna manera Dios lo reivindicaría, que Dios tendría la última palabra. Y la tuvo. Dios lo resucitó de entre los muertos como testimonio de que él estaba en lo cierto y los poderes del mundo estaban equivocados, y que la virtud y el amor siempre tendrían la última palabra.
Esa es la lección. Nosotros también debemos confiar en que Dios dará a la verdad y el amor la última palabra, al margen de la apariencia que tengan las cosas en el mundo. El juicio de Dios sobre los poderes de este mundo no tiene el mismo desenlace que una película de Hollywood, donde los malos son ejecutados al fin por una fuerza moralmente superior y nosotros disfrutamos de una catarsis. Funciona de este modo: todos son juzgados por el Sermón de la Montaña, aunque el propio interés generalmente rechaza ese juicio y parece salirse con la suya. Sin embargo, hay un segundo juicio que todos someterán a la resurrección. Al final del día, que no es exactamente como el final del día en una película de Hollywood, Dios levanta de su tumba la verdad y el amor, y les da la última palabra. Finalmente, los poderes del mundo se someterán todos a ese juicio definitivo.
Sin la resurrección, no hay garantías de nada. Por eso san Pablo dice que, si Jesús no resucitó, entonces nosotros somos los más desgraciados de todos. Tiene razón. La creencia de que las fuerzas de la falsedad, el propio interés, la injusticia y la violencia al fin se convertirán y renunciarán a su dominio mundano puede parecer a veces una posibilidad en una determinada noche cuando las noticias del mundo parecen mejores. Sin embargo, como sucedió con Jesús, no hay ninguna garantía de que estos poderes dejen al fin de venir y crucifiquen casi todo lo que es honrado, amable, justo y pacífico en nuestro mundo. La historia de Jesús y la historia del mundo testifican el hecho de que no podemos poner nuestra confianza en los poderes mundanos, aun cuando durante un tiempo puedan parecer fiables. Los poderes del propio interés y la violencia crucificaron a Jesús. Estuvieron haciéndolo mucho antes y han continuado haciéndolo mucho después. Estos poderes no serán vencidos por ninguna violencia moral superior, sino por vivir el Sermón de la Montaña y confiar en que Dios rodará la piedra de cualquier tumba en la que nos entierren.
Mucha gente, quizá la mayoría, crea que hay un arco moral a la realidad, que la realidad se inclina hacia la bondad por encima del mal, el amor por encima del odio, la verdad por encima de las mentiras, y la justicia por encima de la iniquidad, y señala que la historia muestra que, si bien el mal puede triunfar durante algún tiempo, finalmente la realidad se rectifica y la bondad gana al fin, siempre. Algunos llaman a esto la ley del karma. Hay mucho de cierto en esa creencia, no sólo porque la historia parece confirmarlo, sino porque, cuando Dios hizo el universo, hizo un universo orientado al amor, y así Dios escribió el Sermón de la Montaña no sólo en el corazón humano sino también en el verdadero ADN del universo mismo. La creación física sabe cómo curarse a sí misma, e igualmente la creación moral. De este modo, el bien siempre debe triunfar sobre el mal; pero, pero… dada la libertad humana, no hay garantías, a no ser para la promesa que se nos da en la resurrección. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -