Fidelidad, ¿merece la pena?

La fidelidad tiene mucho que ver con la identidad personal. Somos en cuando vamos siendo. Nos hacemos en el tiempo. La historia nos pertenece como dimensión de nuestra propia identidad. Somos seres humanos y, por ende, históricos, temporales.

La memoria forma parte esencial de la identidad personal. Y esto en distintos niveles. Está la historia evolutiva codificada en la “memoria de la especie”. Está también nuestra memoria cultural. En ella ha emergido la conciencia de nuestra identidad y de la significación del mundo en el que vivimos.

Prometida

Nuestra vida es inexplicable sin la relación con el mundo y la relación con otras personas. Hemos nacido en una familia. Hemos aprendido que vivir es convivir. Y convivir implica una relación de confianza. Las otras personas son fiables; podemos relacionarnos con ellas, hacer negociaciones y acuerdos; podemos fiarnos de sus promesas y de las nuestras.  El hombre es el único animal que puede prometer y con ello canalizar y garantizar los comportamientos en el futuro.  Prometer es anticipar el futuro.

La fidelidad en estas distintas dimensiones conlleva actualmente una adaptación constante; necesita recrearse. No se puede dar por descontado. Tiene que ser una fidelidad creativa y creciente. Se necesita un para qué muy potente; que sea superior a nosotros. Un para qué con gran capacidad de atracción. Es lo que mueve las aspiraciones profundas y pone en movimiento las energías para vivir la vida diaria y para disfrutar de las alegrías que ella nos ofrece.

Amenazada

La fidelidad está hoy amenazada; vivimos en un medio social y cultural donde es contante la proclama de que el amor tienen fecha de caducidad; se devalúa el esfuerzo por seguir conociéndose. Vivimos de prisa, instalados en el corto plazo. Sentimos la urgencia por ver los frutos y los resultados. Seguir remando en tiempo de tormenta se hace difícilmente soportable si no vemos la otra orilla. Las relaciones humanas se han vuelto, volátiles, inciertas, complejas y ambiguas.

Por otro lado, los matrimonios y consagrados fieles van quedando en minoría. Las estadísticas dicen que hasta que has el 57% de los casados se divorcian. Abandonan la vida consagrada un promedio de 10 personas al día. No significa que todos estos cambios de vida sean infidelidad. Pero hacen surgir la sospecha de si los que permanecemos fieles al camino emprendido seremos los raros y extraños, si seremos una minoría residual

En todo caso se plantea la pregunta: ¿merece la pena ser fieles? ¿A qué tengo que ser fiel? La respuesta a estas inquietantes preguntas dependerá si la persona y la misión a la que hemos prometido fidelidad siguen movilizando nuestras energías y nuestras ganas de vivir apasionadamente. O lo que es lo mismo, si siguen siendo una buena noticia para nuestra vida real. Bonifacio Fernandez, cmf -