Esas son palabras dignas de ser contempladas en todos puntos de la vertiente política y religiosa de hoy. Vivimos en un tiempo de amarga división. Desde las oficinas de nuestro gobierno hasta las mesas de nuestra cocina hay tensiones y divisiones sobre política, religión y versiones de la verdad que parecen irreparables. Tristemente, estas divisiones han puesto en escena lo peor de nosotros, de todos nosotros. La habitual cortesía se ha venido abajo y ha traído consigo algo que aclara consecuentemente la definición bíblica de lo “diabólico”: carencia generalizada de general cortesía, desacato, demonización y odio de unos a otros. Todos nosotros asumimos ahora con presunción que Dios odia a la misma gente a la que nosotros odiamos. La polarización en torno a las recientes elecciones de EE. UU., el asalto a los edificios del Capitolio de EE. UU. por un gentío desenfrenado, los amargos debates éticos y religiosos sobre el aborto, y la pérdida de una noción común de la verdad han dejado claro que la descortesía, el odio, el desacato y las diferentes nociones de la verdad rigen el día.
¿Adónde vamos con eso? Yo soy teólogo, no político ni analista social; por tanto, lo que digo aquí tiene que ver más con la vivencia del discipulado cristiano y la madurez humana básica que con cualquier respuesta política. ¿Adónde vamos religiosamente con esto?
Tal vez una manera útil de indagar una respuesta cristiana es plantear la cuestión así: ¿qué significa amar en un momento como este? ¿Qué significa amar en un tiempo en el que la gente ya no puede quedar de acuerdo sobre lo que es verdadero? ¿Cómo permanecemos civilizados y respetuosos cuando se tiene la sensación de ser imposible respetar a aquellos que disienten de nosotros?
Al luchar por la claridad con un problema tan complejo, a veces puede ser bueno proceder por la Vía Negativa, esto es, preguntando primeramente qué deberíamos evitar hacer? ¿Qué no deberíamos hacer hoy?
Primero, no deberíamos poner entre paréntesis la cortesía y legitimar el desdoro y la demonización; pero tampoco deberíamos ser malsanamente pasivos, temerosos de que decir nuestra verdad contrariará a otros. No podemos descuidar la verdad y permitir que las mentiras e injusticias se hallen cómodas y no expuestas. Es demasiado simple decir que hay buena gente en ambos lados para evitar tener que hacer verdaderas adjudicaciones ante la verdad. Hay gente sincera en ambos lados, pero la sinceridad también puede estar muy mal dirigida. La mentira y la injusticia necesitan ser nombradas. Finalmente, debemos resistir a la sutil tentación (casi imposible de resistir) de permitir que nuestra justicia se transforme en autojusticia, una de las modalidades más divisorias del orgullo.
¿Qué necesitamos hacer en nombre del amor? Fiódor Dostoyevski escribió la famosa frase de que el amor es una cosa dura y espantosa, y nuestra respuesta debería ser aceptar eso. El amor es duro, y esa dureza no es sólo el malestar que sentimos cuando nos confrontamos con otros o nos encontramos confrontados por ellos. La dureza del amor se siente lo más agudamente en la (casi indigestible) autojusticia que tenemos que aguantar con el fin de levantarnos a un nivel superior de madurez donde podamos aceptar que Dios ama a los que nosotros odiamos justamente tanto como Dios nos ama a nosotros; y esos a quienes odiamos nosotros son precisamente tan preciosos e importantes a los ojos de Dios como lo somos nosotros.
Una vez que aceptamos esto, entonces podemos hablar a favor de la verdad y la justicia. Entonces la verdad puede hablar al poder, a la “verdad alternativa” y a la negación de la verdad. Esa es la tarea. Las mentiras deben ser expuestas, y esto debe ocurrir en nuestros debates políticos, en nuestras iglesias y en nuestras mesas del comedor. Esa batalla nos llamará algunas veces más allá de la amabilidad (lo que puede ser su propia gran batalla para las personas sensibles). Pero, aunque no siempre podamos ser amables, siempre podemos ser correctos y respetuosos.
Una de nuestras figuras proféticas contemporáneas, Daniel Berrigan, a pesar de numerosos arrestos por desobediencia civil, afirmó resueltamente que un profeta hace voto de amor, no de alienación. De aquí que, en todos nuestros intentos de defender la verdad, hablar a favor de la justicia y hablar la verdad al poder, nuestro tono dominante debe ser el del amor, no de ira ni de odio. Además, si estamos actuando con amor o con alienación, siempre será manifiesto, en nuestra cortesía o en ausencia de ella. Sin importar nuestra ira, el amor aún tiene algunos no-negociables, la cortesía y el respeto. Siempre que nos encontremos rebajándonos a insultos de adolescentes, podemos estar seguros de que hemos caído fuera del discipulado, fuera de la profecía y fuera de lo mejor que hay en nosotros.
Finalmente, cómo responderemos a los tiempos continúa siendo una cosa profundamente personal. No todos nosotros somos llamados a hacer las mismas cosas. Dios ha dado a cada uno de nosotros dones únicos y única llamada; algunos son llamados a la protesta llamativa, otros a la callada profecía. Sin embargo, todos somos llamados a preguntarnos la misma cuestión: dado lo que está sucediendo, ¿qué espera de mí el amor en este momento? Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -