Lo hacemos cada vez que toca celebrar un cumpleaños: nos disponemos a soplar con gana y entusiasmo el bosque de velas que nos están recordando los años por los que hacemos fiesta de agradecimiento en torno a una persona o a una institución.
En Oviedo contamos desde hace muchos años con la presencia de unas personas muy queridas que han llevado adelante una importante institución. Me estoy refiriendo a la Parroquia del Inmaculado Corazón de María que desde hace cincuenta años cuidan con entrega y esmero los Padres Claretianos. Aquí coinciden los dos referentes en el bosque de velas: unas personas y una institución.
Para mí, como Arzobispo y religioso franciscano, es una alegría poder contar con la vida consagrada tanto masculina como femenina. Los Claretianos representan un regalo que Dios hizo a su Iglesia a través de su fundador San Antonio María Claret, de quien toman el nombre. Este arzobispo (San Antonio María Claret) estuvo en Covadonga en 1858 acompañando a la Reina Isabel II, de la que era confesor. Este gran apóstol, misionero y evangelizador, dejó una preciosa impronta en sus hijos espirituales, marcando en ellos un gran amor a la Iglesia por la que se desvivió.
Los Claretianos son esa bendición que se dilata a través de la historia, y representan la continuidad del re- galo que supuso San Antonio María Claret para toda la Iglesia universal, pero tomando domicilio en una casa, en una iglesia, en una parroquia, en un colegio.
La casa es uno de los temas que cruza toda la Sagra- da Escritura. Los textos bíblicos nos presentan una evolución temática de cómo aquel jardín del Edén que fue creado como espacio humano del todo adecuado para la criatura más asemejada a la imagen de su Creador, fue trocado en paraíso perdido. Aquel hombre dividido por dentro y enfrentado por fuera, que se esconde por miedo a Dios, que se tiene que cubrir por vergüenza ante su prójimo (su “ayuda adecuada”), y que experimenta la fatiga y el dolor ante el trabajo y la vida (Cf. Gén 3, 7-19), se convierte en un peregrino dramáticamente errante.
La historia de Israel es la historia de una casa que se hace hogar de la Presencia de Dios paulatinamente entreabierta: desde las tiendas del éxodo en el desierto, hasta el templo de Jerusalén se hace todo un recorrido en el que el progresivo adentra-miento en donde Dios habita o, más bien, la progresiva acogida de su mora- da, se ofrece como una revelación gradual que encontrará su cumbre cimera en la Encarnación del Hijo de Dios. Jesucristo, como el Dios-con-nosotros ha puesto la tienda de Dios, su casa, en nuestra tierra, y aunque esa luz no fue admitida por la tiniebla, ha sido siempre un reclamo providencial para quien estando en oscuridad reconoce que ha nacido para una luz más gran- de. Es así como se describe el encuentro entre Jesús y los dos primeros discípulos Juan y Andrés: como el reconocimiento en aquel que pasaba de que tenía lo que ellos más necesitaban: «Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les dice: ¿qué buscáis? Ellos respondieron: Maestro, ¿dónde vives? Les dice: Venid y ved. Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día. Eran las cuatro de la tarde» (Jn 1, 38-39).
La casa cristiana, morada de Dios y de los hombres, está construida con piedras vivas y tiene en Cristo la piedra angular. A través de los siglos, la acogida que Dios ha hecho de sus hijos, se ha ido plasmando en diferentes moradas como las representadas por los distintos caminos de recordación de la Casa acampada en nuestra historia, que siempre representa la Vida del Hijo de Dios.
Siempre que las buenas gentes cristianas me enseñan con gozo y dignidad la iglesia de su pueblo, no simplemente me muestran un edificio religioso, sino como es en verdad una estancia de su hogar. Esa casa, por ser la de Dios, les pertenece, porque se les ha invitado a entrar y a quedarse en ella, porque allí habita Alguien que les entiende, les espera, les consuela y fortalece. Los momentos más luminosos de nuestra vida han sido alumbrados allí: el nacer de nuestros pequeños, cuan- do los llevamos a bautizar haciéndoles hijos de Dios; la infancia inocente que se abre a Dios como se abre a la vida, cuando le hacemos ver que su corazón tiene otra hambre distinta, hambre de Dios que se sacia en la Eucaristía de la primera comunión y de tantas otras que luego vendrán; la adolescencia, que por definición suele ser rebelde y confusa, en esa encrucijada en la que ya no se es más niño y aún no se sabe ser adulto, y ahí se recibe como don y compañía al Espíritu que Jesús prometió y en el que confirmamos la fe de los jóvenes; el amor de los esposos que se dicen sí entre ellos al abrigo del sí del mismo Dios prometiéndose amor y fidelidad siempre, en las duras y en las maduras todos los días de la vida; la consagración de quienes llama el Señor a la vida sacerdotal o religiosa, cuando se recibe el envío de quien primero nos consagra a Él y entre nosotros nos hermana.
Pero también los momentos más complejos y duros, son vividos en ese vaivén del ir y venir a nuestras iglesias y ermitas: cuando tropezamos y caemos mil veces en la piedra de nuestros errores y pecados, y recibimos el perdón del Señor que Él nos brinda en la confesión como la Iglesia nos dice; la ancianidad o la situación de enfermos, ese desvalimiento que abraza Dios como quien estrecha un ser querido y maltrecho para ayudarle y consolarle; finalmente allí también somos despedidos en el adiós último de nuestra andadura humana cuando dejamos todo el equipaje ligero de la travesía de esta vida para iniciar la espera resucitada de la otra orilla venidera.
Cincuenta años después, la parroquia del Inmaculado Corazón de María en Oviedo, puede dar gracias y nosotros con ella. Nos unimos al agradecimiento de los Claretianos y por ellos. Y seguiremos brindando con un “por muchos años”, para que Dios en estos queridos hermanos nos siga bendiciendo. Enhorabuena por las bodas de oro de esta comunidad cristiana. + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm Arzobispo de Oviedo